Diario leído, quemado, interrumpido. Escenas de lectura y escritura en La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro, por Karen Calle

[PDF] Diario leído, quemado, interrumpido. Escenas de lectura y escritura en La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro

Karen Calle Berrocal

Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Universidad de Buenos Aires

Julio Ramón Ribeyro ocupa un lugar establecido en la tradición literaria peruana. Es posible constatar esta observación si se revisa la bibliografía crítica a propósito de su obra narrativa[1], pero también, más recientemente, de los otros tipos de escritura en que incursionó el autor, que se ha acompañado además de importantes reediciones[2].

Cabe señalar que ha primado, en las lecturas críticas, una tendencia a subrayar el carácter «marginal» o «lateral» de la obra de Ribeyro respecto de las poéticas totalizadoras de la novela latinoamericana durante las décadas del 60 y 70, y, por tanto, su exclusión del fenómeno editorial y mediático asociado al Boom. A su vez, esto se ha vinculado con la figura del escritor, que ha sido caracterizada por creadores, críticos y el mismo Ribeyro como solitario, reservado, escéptico y alejado en lo posible de los reconocimientos de la institución literaria.

Como bien apunta Elmore, las otras formas de escritura que desarrolló el autor de La palabra del mudo «no son, en absoluto, piezas apenas complementarias y ancilares en la bibliografía del escritor: por el contrario, configuran un campo de autorepresentación y escrutinio del oficio literario que comparte una frontera viva, dinámica, con el territorio de las ficciones» (2002, p. 135). Esto ha ubicado a los textos que no pertenecen al género narrativo en una posición de suma importancia en la trayectoria de Ribeyro, de lo que da cuenta, por ejemplo, el interés que ha suscitado su diario publicado. La tentación del fracaso ha sido leída con atención principalmente por la autorrepresentación del escritor (Garbatzsky, 2009; Rabí, 2014; Giordano, 2015), así como por la decisión de trabajar con la forma del diario, que revela una «conciencia» como creador (Rabí, 2014) y, en otro sentido, por la libertad expresiva (Bueno, 2001).

No es el objetivo de este ensayo presentar un recuento de las ideas expuestas por los críticos, pero sí creo necesario incidir en algunas razones por las cuales se ha destacado La tentación del fracaso (en adelante, LTDF). Una de ellas, por ejemplo, se relaciona directamente con una lectura de la autorrepresentación. Básicamente, esta línea de interpretación advierte la presencia de rasgos propios de los personajes de La palabra del mudo en el «yo» del diarista[3] (Zanetti, 2006). La imagen de Ribeyro en este diario, entonces, aparece como «la de un aprendiz eterno, con más dudas que certezas, no importa cuánto aprecien los demás el mérito de sus obras, que nunca está seguro de si lo que hace tiene o no valor» (Giordano, 2006, p. 148).

Con respecto al formato empleado, se ha considerado a LTDF como un texto dotado de autonomía y «mérito estético» (Elmore, 2002). Además, se ha sostenido que el diario permitiría mayor «libertad» en cuanto a la composición, en contraste de la rigidez o contención de los cuentos (Bueno, 2001). Estas impresiones constituyen sugestivas aproximaciones a LTDF, pues permiten, por un lado, establecer una vínculo entre la obra narrativa y la diarística (presencia de temáticas comunes, expresión de una poética, etc.), y, por otro, concebir al diario como un texto literario. Sin embargo, desde mi perspectiva, es imprescindible pensar más a fondo el uso del diario como forma de escritura y la manera específica en que aparece en el libro de Ribeyro, ya sea como práctica o como objeto.

En esos términos, habría que reparar en que LTDF  está construida sobre la base de diversos pasajes de lectura y escritura, que aparecen desde las primeras entradas (7 de diciembre de 1950) hasta la última (18 de diciembre de 1978). En ese sentido, me interesa en particular abordar la caracterización de estas escenas[4]: lectura de otros diarios, del propio diario, escritura del mismo, interrupciones, selección de manuscritos que permanecerán o serán descartados. La examinación de estos elementos permitirá articular un entramado a lo largo del tiempo fechado en el texto: el del diario que se lee a sí mismo. Para sustentar estas reflexiones, revisaré algunos conceptos de Blanchot en torno al tiempo y la escritura en el diario, y de Barthes en torno a la composición de un diario con miras a su publicación.

La escritura de la vida y el estatuto del diario como obra

Cuando Blanchot piensa en el diario, contra todas las alusiones a la «libertad» que supondría este tipo de textos, está interesado en el sometimiento de quien escribe al tiempo, pues se trata de «ponerse momentáneamente bajo el amparo de los días comunes» (1996, p. 47). Así, el diarista se instala en la cotidianeidad, ya que se subyuga al compromiso de anotar sus vivencias de manera permanente: «Lo que se escribe se arraiga entonces, quiérase o no, en lo cotidiano y en la perspectiva que lo cotidiano delimita» (p. 47). Esto, además, protegería de la «desesperación de no tener nada que decir» (p. 50).

La nada acecha y la respuesta radica en acudir a la regularidad de los días marcados por el calendario y a la posibilidad de apuntar lo que se desee, puesto que en el diario se produce una compensación de las nulidades. La realización del diario, que puede tornarse en la materialización por escrito de no haber hecho nada, llena los días:

El que no hace nada con su vida escribe que no hace nada, y he aquí, sin embargo, algo realizado. El que se deja apartar de la escritura por las futilidades del día, vuelve a esas futilidades para contarlas, denunciarlas o complacerse en ellas, y he aquí un día repleto (Blanchot, 1996, p. 50).

Por supuesto, Blanchot indica que el diario contiene trampas, pues esta fe en salvar los días mediante la escritura reconoce que la escritura misma los altera. Si el objetivo de la elaboración del diario reside en «vivir dos veces», luego se comprende que esa escritura es una suerte de reflejo ilusorio de la vida, por lo cual ni se ha escrito ni se ha vivido: doble fracaso que pondría de relieve las tensiones del diario, sobre todo en términos de la relación entre vida y escritura.

Tomando como ejemplo a Kafka, Blanchot sostiene que «el escritor no puede llevar sino el diario de la obra que no escribe» (p. 58) y que el diario solo puede realizarse «tornándose imaginario y sumergiéndose, como quien lo escribe, en la irrealidad de la ficción» (p. 58). Desde esa perspectiva, las anotaciones están integradas por fragmentos de vida y descripciones de las cosas y las personas que el autor ha visto, así como también de esbozos de relatos inacabados. Estos últimos no son la continuación de algún texto, ni evidencian una relación directa con los acontecimientos habituales. A pesar de ello, allí se encontrarían pistas o fragmentos de la obra que se intenta realizar; de ese modo, se articula la relación entre el Kafka que vive y el Kafka que escribe.

Habría que pensar, además, en la figura del diario redactado pensando en su divulgación, como propone Roland Barthes. Las dos preguntas que atraviesan su ensayo «Deliberación» son las siguientes: «¿debería escribir un diario con vistas a su publicación? ¿Podría convertir al diario en una “obra”?»(1982, p. 366). Esta idea que desde luego no está del lado de una sistematización, sino que le concierne como una decisión práctica respecto de su escritura, socava la concepción tradicional que ha relegado al diario hacia el territorio de lo «íntimo» y lo «sincero». La justificación, en ese sentido, solo puede ser literaria.

Si la relación de Barthes con el diario es conflictiva, esto se explica a partir del hecho antes precisado de que el autor está reflexionando en torno a una decisión personal, como alguien que escribe o puede escribir un diario: «a pesar de la pobre impresión que los diarios me producen, me parece concebible el deseo de llevar uno» (p. 367). Desde su punto de vista, anotar sucesos cotidianos con la intención de editarlos para los lectores resultaría inauténtico porque su forma es tomada del texto íntimo, con lo cual nos encontraríamos más bien ante una simulación: «¡Qué paradoja! Cuando elijo la forma de escritura más “directa”, la más “espontánea”, resulta que soy el histrión más burdo» (p. 378). Barthes concluye así que la pregunta del diario no es trágica («¿quién soy yo?») sino cómica, pues representa la expresión de un aturdido: «¿soy yo?».

La «enfermedad del diario», como la llama Barthes, se refiere a la duda perenne sobre el valor de lo que se escribe en él. El teórico francés distingue tres momentos al respecto: el primero se caracteriza porque no se tiene que buscar qué decir, pues se dispone del material bruto para expresarse; en el segundo momento, que es el de la relectura, se experimenta desagrado; y el tercer momento corresponde a la relectura lejana, en el que se produce un placer en rememorar. Hay una inesta­bilidad del juicio que destaca en la lectura que el diarista realiza de su propia producción, de modo que la dificultad intrínseca del diario radica en la segunda importancia de lo escrito (después de que pierde importancia por primera vez). Por ello, esta es una tarea que supone un sacrificio de la propia vida:

[…] es posible salvar el diario, a condición de trabajarlo hasta la muerte, hasta el extremo de la más extrema fatiga, como un texto casi imposible; al final de tal trabajo es muy posible que el diario así escrito no se parezca en absoluto a un diario (Barthes, 1982, pp. 379-380).

Las ideas de Blanchot y de Barthes resultan interesantes para pensar un diario como el de Ribeyro. En particular, quisiera destacar la articulación entre escritura del diario y vida, como se demuestra en las interrupciones voluntarias o involuntarias del diario que se dejan por escrito y en las decisiones de no continuar con el diario porque «absorbe» la vida y la necesidad o el deseo de retomarlo. En cuanto a la inestabilidad de juicio (la «enfermedad del diario» que propone Barthes), la vincularé con las escenas de relectura de los cuadernos años o décadas después de haberlas redactado (los comentarios o correcciones sobre entradas anteriores), ya que allí se manifiestan las tensiones suscitadas al concebir el diario como obra y no como un medio de acceso a los dominios de la sinceridad de un autor y la transparencia de su escritura.

La tentación del fracaso o el diario que se lee a sí mismo

¿Qué significa, entonces, entender al diario como obra? Más allá de la configuración del personaje diarista en los términos que ha mencionado la crítica (la imagen de solitario, reflexivo, escéptico que mantiene un compromiso ético con la literatura), es posible encontrar en LTDF una serie de motivos reiterativos en las entradas, y que remiten a la «enfermedad del diario» propuesta por Barthes: el autor relee el diario y se interroga en torno al valor de escribir un texto con esas características. Precisamente, de lo que se trata es de hallar el valor de la segunda lectura, una vez que el interés por el hecho mismo relatado queda satisfecho. Por ello, es significativo que Ribeyro, tempranamente, se refiera a la relectura del diario, como se observa en la entrada del 7 de diciembre de 1950:

He releído un poco mi diario. Hay en él diez páginas bien escritas que justifican tal vez la locura de haberlo comenzado. Todo el resto es una colección de hechos nimios, pésimamente redactados, donde la insipidez de mi vida está pintada con la elocuencia de un picapedrero (2015, p. 9).

Durante los primeros años será notoria la reflexión en torno al diario como tema que obsesiona al autor, pues aparece la duda acerca del sentido y valor que puede contener su obra. Es más, resulta interesante advertir que inmediatamente después de la entrada que acabo de citar, aparezca la decisión de dejar el proyecto de lado, tal como se puede constatar en la entrada del 12 de febrero de 1951: «Estoy decidido a liquidar de una vez por todas este diario. No puedo escribir una página más en él. Ha sido una ocupación inútil. Basura, como todo lo que he escrito fuera de él […]» (p. 9). La idea de que el diario no (le) sirve parece atormentarlo, de modo que la consecuencia de esa lectura será la quema del cuaderno: «No me ha de servir a mí ni ha de servir a nadie. Más tarde lo reduciré a cenizas». El 20 de mayo del mismo año insiste: «Quiero terminar este cuaderno con una página que espero sea definitiva. No quiero continuar este diario» (p. 13). Por supuesto, no habrá nunca una «palabra definitiva» en la escritura de Ribeyro a lo largo de los veinte años que cubre LTDF.

El escritor se entrega a la cotidianidad del diario y se coloca bajo el amparo de los días, para recordar a Blanchot. La razón por la cual vuelve al diario es porque se ha acostumbrado al diálogo que puede entablar consigo mismo, como sostiene el texto del 19 de octubre de 1951: «Cuando uno se ha acostumbrado al diálogo interior, es doloroso interrumpirlo. Después de algunos meses de silencio vuelvo a tomar la pluma para escribir este diario, sintiéndome algo desmoralizado y hasta cierto punto culpable» (p. 13). En esta cita se exhibe tanto la resignación como la culpa asociadas con la escritura del diario, motivo recurrente de LTDF.

 A partir de esto, es posible entender la entrada del 29 de enero de 1954, enteramente dedicada a los diarios. Allí se asocia esta práctica escritural con un «agudo sentimiento de culpa» y la considera un «prodigio de la hipocresía»; además, indica que su causa es un «profundo sentimiento de soledad» que evidencia la «debilidad de carácter». Ribeyro incide en la presencia de un problema en cualquier diario, que debe permanecer sin resolver para que este continúe: «En todo diario íntimo hay un problema capital planteado que jamás se resuelve y cuya no disolución es precisamente lo que permite la existencia del diario» (p. 30). Toda esta caracteri­zación —más bien negativa— debe pensarse no solo a partir de la figura del escritor solitario y culposo, sino también en tensión con la misma escritura que no deja de ocurrir: la decisión de abandonar el diario se escribe en el mismo cuaderno.

Cabe recordar también que Ribeyro es un lector de diarios, y aunque muchos de ellos pasan solo como una mención (por ejemplo, indica el 10 de enero de 1955 que está leyendo los de Kafka, Charles du Bos, André Maurois, André Gide y Barbey d’Aurevilly), esto debe ponerse en relación con la imagen del escritor como lector de su propia obra, que será una escena reiterativa a lo largo del tiempo: «Relectura de las últimas páginas de este diario. Creo haber encontrado la razón intrínseca de los diarios íntimos: tenerse a sí mismo como interlocutor» (p. 80). Aquí se manifiesta una suerte de justificación de la realización del diario o, por lo menos, una explicación del interés por esta forma de escritura.

Ahora bien, la idea de renunciar al diario vuelve a presentarse, pero esta vez como resultado de la lectura de otro, el de Charles du Bos:

Ayer me prometí dejar este cuaderno por algún tiempo. La razón no fue determinada por mi propósito de «vivir hacia el exterior», sino por el estado infinitesimal al que me redujo la lectura del tomo III del diario de Charles Du Bos (p. 87).

Las experiencias de lectura de otros diaristas permiten entender cómo concibe su propia escritura. Lo que le resulta admirable a Ribeyro es que se tratan de textos, como el de Du Bos, en que el escritor habla de sí mismo «con la misma frialdad con que describe las más espantosas escenas de destrucción de la última guerra» (p. 159).

En la entrada del 22 de marzo de 1976, tras leer el diario de Leautaud, refiere «[a]l carácter estéril, irritante de este tipo de obras, refugio de escritores fascinados por su propia persona y que no pudieron nunca emanciparse de la autocon­templación para acceder a la esfera verdaderamente creativa y superior de la impersonalidad» (pp. 520-521). Desde el punto de vista de Ribeyro, un autor debe lograr su autodestrucción para crear, lo que desde luego supone un problema en la escritura: «Esto no quiere decir que diarios de este tipo no tengan páginas admirables, pero la verdadera obra debe partir del olvido o la destrucción (transformación) de la propia persona del escritor» (p. 521).

A pesar de lo sostenido en otras entradas, la representación de la lectura de diarios aparecerá hasta los últimos años de LTDF, como ocurre en la entrada del 13 de agosto de 1977, donde Ribeyro comenta haber estado leyendo antes a Anaïs Nin, y ahora a Virginia Woolf: «El diario de Anaïs es más rico en acontecimientos, viajes, aventuras, personajes célebres, pero no sopla en él ese aire de genialidad que se respira en el otro» (p. 570). La calidad de Woolf es considerada superior por Ribeyro; de allí que ese diario, como antes el de Jünger, le resulte admirable.

Esta valoración en términos literarios la pondrá en práctica con sus propios cuadernos a través de esas relecturas «a vuelo de pájaro». Así, el diario vuelve a representar la escena de su lectura. Además, se resaltan algunos cuadernos y se excluyen otros: «Los mejores son los diarios de Berlín y de Lima a mi regreso. En ellos creo haber encontrado el estilo del diario íntimo: un estilo apretado, expresivo que interesa no solamente como testimonio sino también como literatura» (p. 209). Ya van más de diez años de escritura diarística (empieza en el 50 pero se refiere a textos previos), por lo cual se piensa en un tiempo extenso también hacia el futuro: «Si continúo por el mismo camino creo que mi diario, de aquí a algunos años, será probablemente la más importante de mis obras. Esto no me alegra, ciertamente» (p. 209).

Más adelante, en 1977, ya con la salud deteriorada y permaneciendo mucho tiempo en casa, se dedica a ordenar los papeles que guarda: textos inconclusos y páginas del diario. Ribeyro encuentra su cuaderno de la década del 60 y decide pasarlo en limpio. En la siguiente entrada, se dedica a comentar detenidamente sus escritos y a establecer una estructura dictada por la sucesión de los días y los años. Es importante remarcar que la cita termina con una idea asociada a la introspección: Ribeyro se define como el autor que mira hacia adentro antes que hacia afuera, por lo cual se refiere a esa «crónica sombría de mi propia vida» que sería el diario que en ese momento está leyendo.

[H]e notado así cierta estructura cronológica en estos escritos. El diario de la década del 50, que ya está en limpio y que abarca mi viaje a Europa, mi retorno a Lima en el 58 y mi vuelta a París en el 60. Luego viene la segunda década, que podría llamar la «Década de la France-Presse», los diez o doce años que trabajé en esa agencia y en los que arruiné mi salud para siempre. En fin, a partir del 70 viene «Década de la burocracia», mi puesto en la Embajada y luego en la Unesco, con la definitiva quiebra de mi salud en el año 1973 y todas sus secuelas. Serán unas mil páginas a máquina, en total, poquísimo comparado con los grandes diarios (Anaïs Nïn, Leautaud, etc.) y cuánto más estrecho su ámbito, pues por mi diario no pasan personajes famosos: he conocido tan pocos y además tan poco he dicho sobre los que conocí. Mi diario no ha sido nunca el reflejo del mundo sino la crónica sombría de mi propia vida, en lo que ésta tenía de más personal (pp. 565-566).

Así como encontramos repetidas escenas de lectura, aparecen también pasajes de interrupción de la escritura del diario. Algunos de ellos se asocian con cuestiones estrictamente materiales (no llevar el cuaderno a mano, por ejemplo). Esto lo explica Ribeyro cuando comenta no haber apuntado nada durante un mes, y alude al uso de cualquier superficie para escribir: «Interrumpido ese diario casi por espacio de un mes. Causa pueril: se me terminó el cuaderno donde lo escribía. Ahora mismo escribo estas líneas sobre un papel cualquiera que, como de costumbre, terminará traspapelándose» (p. 102).

Las interrupciones en la escritura están vinculadas precisamente con la vida del sujeto: mientras más actividades realiza (ya sean del trabajo o de la rutina fuera de casa) menos puede escribir en el cuaderno. Así es como cuenta el paso del tiempo de no haber anotado siquiera una línea en París: «Casi un mes que no llevo este cuaderno» (p. 129). La misma constatación en torno al paso del tiempo la manifiesta en el Diario antuerpiense: «Amberes… ¡cuánto tiempo ha pasado desde mi última página de cuaderno! ¿Veinte días?, ¿cuarenta días?» (p. 135).

Otra de las escenas de interrupción remite no a un accidente o un olvido del cuaderno, sino a una decisión personal. Para Ribeyro, el diario ejerce una fuerza intrínseca que se apodera de su vida: él escribe y deja de vivir, tal como se advierte en una entrada de fecha inexacta:

Interrumpido este diario por cerca de cuatro meses. Interrupción voluntaria nacida en la idea de que la notación del diario absorbe mi vida activa. Esta creencia ha sido confirmada en algunos planos. Suspendido el diálogo conmigo mismo, mi contacto con el mundo se ha desarrollado con más facilidad […] (p. 173).

Los verbos que se adjudican al diario personificado se refieren a que «absorbe» o «devora» la existencia y la concentración para escribir otros textos: «Sé también, o diría mejor presiento, que puedo llegar a la concentración. Para ello, claro está, debo empezar por aniquilar al enano maléfico y devorador del diario, de la introspección, del registro mortal de mi persona» (p. 221). A la inversa, cuando el escritor vive (hecho que, además, se asocia con el exterior, pues él vive cuando sale con amigos, con mujeres, se embriaga en un bar o participa en una cena): «Comprobación: la vida activa absorbe, en mi caso, la redacción del diario. ¡Y debía haber anotado tantas cosas!» (p. 232).

No obstante, hay sucesos que no pasan de la vida a la escritura; por eso, el registro es siempre incompleto: «De mi reciente viaje a París no queda nada en este diario. Hubiera querido anotar algunas cosas […]» (p. 162). Entre la experiencia real y la literatura, el diarista da cuenta del proceso de trabajo en la escritura (no solo notación sino también selección), como consta en la entrada de octubre de 1965: «Tendencia a no escribir en este diario sobre mis experiencias inmediatas, a relegar estas vacaciones a la zona de lo no escribible» (p. 305).

La tensión entre vida y la narrativa es constante, sobre todo cuando deja atrás la vida solitaria y su relación con Alida Cordero (que ingresa al diario como AC) es ya estable. Con la aparición de AC, el diario vuelve a interrumpirse: «Sin tiempo para escribir. Pasan los días y las noches. Un pequeño, pero persistente desasosiego» (p. 258). La escritura surge del malestar; de allí que en estos años se perciba un mayor espaciado entre las entradas. El 14 de marzo de 1962 (la última entrada se había hecho el 9 de febrero) apunta lo siguiente: «El bienestar es mudo y la angustia locuaz. Mi diario se ha interrumpido desde que AC me acompaña» (p. 259). El 24 de agosto de 1968 confirmará que con ella, aunque ha escrito menos, se encuentra más estable y menos desordenado (p. 342).

El diarista, que aparece como personaje solitario y aislado, asume que existe una escisión entre literatura y vida. La idea de Blanchot en torno al diario que se construye a partir de trampas es interesante, pues si aparentemente se pueden llenar días vacíos con escritura, al final se comprueba que «ni se ha vivido, ni se ha escrito, doble fracaso a partir del cual recupera el diario su tensión y su gravedad» (1996, p. 52). Para Ribeyro, el «ser escritor» se vuelve una excusa para no (saber) ocuparse de los asuntos de su propia vida:

A veces pienso que la literatura es para mí solo una coartada de la que me valgo para librarme del proceso de la vida. Lo que yo llamo mis sacrificios (no ser abogado, ni profesor de la universidad, ni político, ni agregado cultural) son tal vez fracasos simulados, imposibilidades. Mi excusa: soy escritor […] Protegido del mundo, de la gente, solo frente a mi máquina de escribir, sin coerciones ni apremios, sin jueces, ni público, ni ovaciones ni rechiflas, en la arena solitaria de mi página en blanco, procedo a la mise à mort de la vida (p. 301).

El autor lee sus diarios con esa preocupación reconocida por Barthes en torno al valor que podrían lograr como literatura. Su escritura no permite decisiones moderadas: lo que tiene valor debe ser quemado y lo que sí tiene debe ser inmediatamente transcrito (revisado, corregido). Cada cierto tiempo, Ribeyro vuelve a sus apuntes de vida y los juzga. En este caso, considera que no presentan mayor interés; no obstante, muestra sorpresa al encontrar que el diario almacena impresiones e ideas que él ya había olvidado completamente.

Relectura de mis «diarios íntimos» que hoy me llegaron de Lima. Diarios discontinuos que abarcan diez años: de 1950 a 1960, esto es, Lima, París, Madrid, Múnich, París, Amberes, Berlín, Lima, Ayacucho, Lima. Los primeros de estos diarios, de 1950 a 1955, están ya irremi­siblemente condenados y serán arrojados al fuego. Tal vez solo guarde algunos extractos sobre cosas muy concretas. Perecerán como perecieron los que escribí de 1946 a 1949 y que contenían, según me enteré hoy, notas de lecturas y otras sandeces por el estilo. Lo que más me ha sorprendido en estos diarios es la cantidad de cosas que uno olvida (hay iniciales e incluso nombres que ahora no me dicen nada), la fugacidad de los sentimientos (desvelos y quejas por pasiones ya extinguidas) y la persistencia de los rasgos caracterológicos, de mis rasgos (desorden, improvisación, despilfarro, incapacidad de integración, etc.). Literariamente no tienen tal vez otro interés que el de haber sido escritos por un escritor (p. 353).

Así como lee los cuadernos del 50 y el 60, años después de haber sido operado por el cáncer que sufría, Ribeyro revisa los apuntes del 12 de agosto de 1975: «Relectura un poco a vuelo de pájaro de mi diario, desde la primera operación, hace dos años y medio. Veo que no hay tantas referencias a mi enfermedad, como yo creía […]» (pp. 464-465). No obstante lo que señala, la presencia del cáncer desde el 73, es significativa (dirá luego que la enfermedad favorece el egoísmo, ya que el enfermo solo habla de sí mismo), y además implica un encierro mayor del escritor:

Pasé a máquina notas tomadas en Porto Ercole. Me examiné. Tomé conciencia de cómo me voy alejando de la comunidad, de la actualidad, para confinarme cada vez más, al menos en estas páginas, al inventario de mi propio transcurrir, sus vaivenes, albores y desastres (p. 419).

Entonces, a partir del 73 el diario se vuelve el espacio en el que es posible «hablar» de su enfermedad que lo consume, pero sobre la cual nadie quiere discutir. Sus escritos entonces cumplen la función de testimoniar el proceso de sus padecimientos debido al cáncer, presentado como «el cangrejo»[5] en las diversas entradas de LTDF. El 31 de agosto de ese año, luego de haber sido operado y hallarse entre recuperaciones y recaídas, el diarista sostiene: «[…] No quiero que estas páginas que esporádicamente escribo se conviertan en un parte médico. ¿Pero de qué otra cosa puede hablar un enfermo si no de su salud?» (p. 391).

El 4 de agosto de 1975 Ribeyro anota: «Este diario se va convirtiendo en el archivo de mi desastre» (p. 462). Entre los malestares de la enfermedad y las dificultades creativas para ejercer la literatura (sean cuentos, su autobiografía o alguna novela), el autor materializa esa experiencia de «sequedad», y, como pensaba Blanchot, el vacío de no saber qué escribir se compensa con la escritura del diario. Por supuesto, se trata más bien de cierta resignación.

[…] mis tantas hojas inmaculadas, se van llenando de fragmentos como éste, que se yuxtaponen para formar lo inorgánico, lo discontinuo, la negación de lo que quiero hacer, en suma, el testimonio de la no obra, de la sequedad y la pequeñez (p. 394).

De más en más se va convirtiendo mi diario, en especial el de este año, en el cuaderno de las lamentaciones. Testimonio de la sequedad, de la no obra. En vano he tratado en estos últimos días de escribir algunos cuentos para arrancarle a 1978, in extremis, algún fruto. Pero nada. […] (p. 663).

La lectura de los cuadernos que realiza el autor lo lleva a pensar en la en los efectos e impresiones que podría causar en otras personas. Esto vuelve a referir a la idea de la publicación, frente a lo cual expresa el temor de que se lea su diario como libro formativo, es decir, como texto en que se busca no una figura ejemplar, sino una experiencia de vida que evidencia una mirada singular (recuérdese la comparación entre el diario de Jünger y de Leautaud). No se debería encontrar modelos, «cuando se trata por lo general de una serie de fragmentos “informativos”, que no pretenden sino dar cuenta esporádicamente de mi vida activa o reflexiva […]» (p. 475).

La inestabilidad del juicio con respecto al diario que se escribe nunca se resuelve, pues en las relecturas hay ocasiones en que se emiten valoraciones positivas y otras en que se le denosta por ser un tipo de escritura que se ciñe a la «autocontemplación». El 10 de enero de 1978 Ribeyro alude a las cartas que le envía a su hermano, los cuales cree que no tienen valor, y luego se refiere a sus cuadernos:

En cuanto a mi diario, no sé aún qué valor tiene, ni si alguien tendrá el coraje de leerlo. No por su extensión —pues hasta ahora no pasaría de mil páginas impresas— sino porque contiene menos referencias a lo exterior a mí de lo que yo creía. Y lo referente a mí elude cada vez más los hechos para limitarse a reflexiones o alusiones a los hechos. De todos modos pienso proponerle a Thorndike la publicación de mi diario 50-60 a manera de ensayo (p. 602).

En LTDF, el compromiso de Ribeyro con la escritura es absoluto; de allí que el diario se haya convertido en la forma en que se podían materializar todos los temas y las experiencias con la lectura y la escritura de sus propios cuadernos a lo largo del tiempo: «Cuando no estoy frente a mi máquina de escribir me aburro, no sé qué hacer, la vida me parece desperdiciada, el tiempo insoportable. Que lo que haga tenga valor o no es secundario» (p. 449). Si como propone Blanchot el tiempo es decisivo en el diario, para Ribeyro esta forma permite el trabajo con todos los temas que pueden o no llegar a convertirse en cuentos, novelas o crónicas. Y precisamente una entrada sin fecha permite volver a pensar la relación vida y literatura, pues si en la primera domina la confusión, en la segunda, con la intervención del autor, se puede llegar a algún tipo de orden: «Como un paquete de naipes caído, mi vida es la imagen de la confusión y el extravío. Para comprenderla es necesario que recoja cartas y ponga en orden figuras. Sólo mediante la reflexión. Y la escritura» (p. 387).

Reflexiones finales

La tentación del fracaso está estructurada cronológicamente (desde 1950 hasta 1978), según el pasar de los días, pero existe una serie de tópicos que atraviesan la obra y que hacen que aparezca la imagen del diario que vuelve sobre sí mismo. Conviene señalar aquí que el diario no es únicamente un escenario de reproducción de circuitos de sociabilidad literaria (pensar con quiénes se reunía y qué interacciones mantuvo con otros intelectuales) o de reconstrucción de paisajes (a modo de apuntes de viajes), menos aún un medio de acceso a «confidencias»; es un tipo de escritura que permite construir una figura de autor y, a la vez, escenificar la propia lectura y realización del diario. Interesa, entonces, LTDF no solo como forma, sino también como objeto (cuadernos, hojas sueltas, etc.) con el que lidia el escritor a lo largo de un período de su vida. Por eso se incorporan las interrupciones, las lecturas y relecturas y las escenas de escritura del mismo texto. Todas estas secuencias son tan importantes como las que se refieren a la autofiguración del sujeto en estas páginas, pues no se puede entender la relación entre diario y vida prescindiendo de las especificidades de la escritura.

Bibliografía

Barthes, Roland (1982). Deliberación. En Lo obvio y lo obtuso: imágenes, gestos y voces. Buenos Aires: Paidós.

Baudry, Paul & Salazar, Ina (Eds.) (2014). El botín de los años inútiles: nuevos acercamientos a Julio Ramón Ribeyro. Lima: Altazor.

Blanchot, Maurice (1996). El diario íntimo y el relato. Revista de Occidente, 182/183, 47-55.

Bueno, Raúl (2001). Diario personal y poéticas narrativas en Ribeyro. En Luisa Rodríguez Suárez y David Pérez Chico (eds.), El diario como forma de escritura y pensamiento en el mundo contemporáneo. Zaragoza: Institución Fernando El Católico.

Elmore, Peter (2002). El perfil de la palabra: la obra de Julio Ramón Ribeyro. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú.

Ferreira, César, y Márquez, Ismael P. (Eds.) (1996). Asedios a Julio Ramón Ribeyro. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú.

Garbatzsky, Irina (2009). Las derivas del fracaso. Sobre los diarios de Julio Ramón Ribeyro. Celehis. Revista del Centro de Letras Hispanoamericanas, 18(20), 121-38.

Giordano, Alberto (2015). La tentación del diario: escritura de la intimidad y experiencia ética en La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro. Cuadernos de Literatura, 19(37), 341-360.

Giordano, Alberto (2006). Digresiones sobre los diarios de escritores (Charles Du Bos, entre Alejandra Pizarnik y Julio Ramón Ribeyro). En Una posiblidad de vida: escrituras íntimas. Rosario: Beatriz Viterbo.

Minardi, Giovanna (2002). La cuentística de Julio Ramón Ribeyro. Lima: Banco Central de Reserva.

Molloy, Sylvia (2001). Acto de presencia: la escritura autobiográfica en Hispanoamérica. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.

Rabí do Carmo, Alonso (2014). El autor como diarista: La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro. Lienzo, 35, 225-250.

Ribeyro, Julio Ramón (2015). La tentación del fracaso. Diario personal (1950-1978). Madrid: Seix Barral.

Valero, Eva (2003). La ciudad en la obra de Ribeyro. Alicante: Universidad de Alicante.

Zanetti, Susana (2006). Diario de un escritor: La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro. Iberoamericana, 6(22), 63-77.

Notas:

[1]     Véase, por ejemplo, Ferreira (1996), Minardi (2002) y Valero (2003). Para una nueva mirada de la obra de Ribeyro como proyecto estético y en relación con el campo literario, véase Baudry & Salazar (2014).

[2]     En 2014, se publicó por tercera vez La caza sutil (Revuelta Editores), libro que reúne diversos ensayos de Ribeyro. Este año, en España, Seix Barral ha reeditado no solo los cuentos de La palabra del mudo, sino también Prosas apátridas y La tentación del fracaso.

[3]     Rabí (2014) alude a la estrategia de autorrepresentación de LTDF. Desde su punto de vista, el diario construye un sujeto solitario, reflexivo, con aspiraciones literarias, pero siempre ubicado o dirigido en sentido contrario al éxito. Una caracterización similar se encuentra en un artículo de Susana Zanetti: «Escéptico convencido, tiende a compartir fraternalmente la desesperanza de los personajes de sus ficciones, marginales y solitarios como él […]» (2006, p. 65).

[4]     En cuanto a las «escenas de lectura», es importante precisar que el término que empleo en este artículo no se refiere directamente a lo que propone Sylvia Molloy: «La experiencia implica el reconocimiento de una lectura cualitativamente diferente de la practicada hasta entonces: de pronto se reconoce un libro de entre muchos otros, el Libro de los Comienzos» (2001, p. 29). A diferencia del autobiógrafo, que evoca una escena anterior (habitualmente de la infancia o juventud), en el diario de Ribeyro predomina la experiencia presente de lectura de los propios diarios. Por supuesto, en un sentido más amplio, como cuando Molloy sostiene que «consideraré una estrategia frecuente del autobiógrafo hispanoamericano […] el poner de relieve el acto mismo de leer» (p. 28), sin dudas resulta útil para pensar también este tipo de escrituras.

[5]     La aparición del cáncer a partir de 1973 como una figura concreta (el cangrejo) responsable del deterioro físico del escritor, y que absorbe su vida —como en otro momento dijo del diario—, debería ser motivo de otro trabajo.

¡COMPARTE!

Leave a Reply