Las variaciones del arquetipo criollo en dos cuadros costumbristas de Pedro Antonio Varela, de Gloria Pajuelo

Gloria María Pajuelo Milla

Universidad Nacional Mayor de San Marcos

[PDF] Pajuelo Milla, Gloria. Las variaciones del arquetipo criollo en dos cuadros costumbristas de Pedro Antonio Varela.

Introducción

La prensa peruana decimonónica fue un medio de difusión cultural sumamente importante para el costumbrismo, primera corriente literaria de la república, ya que publicaba poesías satíricas, artículos y cuadros de costumbres. Estos últimos, aunque privilegiaban la descripción frente a la narración, empleaban arquetipos sociales similares a los de la literatura española de la época —la alcahueta, el fanfarrón, el donjuán, etc.—, todos involucrados en temas recurrentes: los idilios escandalosos, el matrimonio por interés y las celebraciones populares (fiestas y carnavales), entre otros.

Felipe Pardo y Aliaga (1806-1868), escritor educado bajo los parámetros del Neoclasicismo, importó el costumbrismo de España con Frutos de la educación (1830), comedia ingeniosa que rescata el habla coloquial de los aristócratas y los sirvientes. Sin embargo, Manuel Ascencio Segura (1805-1871) logró mayor éxito en cuanto a la producción de comedias en las cuales retrataba a tipos sociales criollos de clase media, a diferencia de Pardo, cuyos personajes pertenecen, por lo general, a la aristocracia limeña. De otro lado, Ramón Rojas y Cañas, Manuel Atanasio Fuentes y Abelardo Gamarra fueron también diestros continuadores del costumbrismo en las décadas posteriores (1850-1870).

Pese a que la crítica literaria reconoce a los autores señalados como los más representativos de aquel periodo, “falta aún estudiar detalladamente a los escritores de segunda categoría cuya fugaz aparición en los periódicos y revistas de la época marcan los límites y la extensión de la moda literaria” (Watson Espener, 1979, p. 10). Dentro de este grupo hallamos a Pedro Antonio Varela (1850-19??), autor que firmaba con el seudónimo El Chico Terencio. Inscrito en la generación de 1837-1851, Varela destacó especialmente por sus cuadros de costumbres (Varillas, 1992, p. 234), y sus poemas satíricos publicados entre 1870 y 1895 en numerosos diarios de la capital, tales como El Correo del Perú, El Perú Ilustrado, La Alborada, El Nacional, etc.

En el presente trabajo estudiaremos las representaciones del sujeto social criollo en los cuadros costumbristas “El carnaval” y “La jarana”, ambos de 1874. Nuestra lectura plantea que, en estos textos, el criollo se configura como un personaje arquetípico cuyas actitudes se modifican de acuerdo con los contextos sociales en los que participa. Así, en “El carnaval”, el criollo de elevada posición social se manifiesta audaz y valiente “guerrillero” que se enfrenta a una “tropa femenina” que lo ataca con sublime gracia. En esta metáfora del carnaval como un “campo de combate”, el criollo desempeña el rol de conquistador estratégico y galante, y por ello es incluido en el ambiente familiar de las jóvenes con quienes combate. De esa manera, intenta cortejar a las damas mediante una estrategia “de batalla” carnavalesca que crea lazos de amistad.

Por otro lado, en “La jarana” asistimos a los bailes criollos protagonizados por dos grupos opuestos: el pueblo y la aristocracia (la sociedad culta). Se alega que las celebraciones del pueblo, denominados “jaranas”, son auténticas, sinceras, naturales y morales, puesto que sus exponentes gozan de libertad y sus expresiones son verdaderas. En oposición a ello, los bailes de la sociedad culta, llamados “saraos”, están regidos por estrictas reglas de comportamientos que anulan la diversión, sinceridad y libertad que todo festejo debiera incluir. En este contexto se ubica al criollo del barrio popular de Guadalupe, quien expondrá la picardía, el talento musical y el donaire “propios” de su tipo social. Este personaje difiere del protagonista de “El carnaval” en tanto que pertenece a una esfera social menor, pero conserva las capacidades señaladas para desenvolverse exitosamente en la fiesta respectiva.

Para culminar esta introducción, debemos indicar que nuestra estrategia metodológica se centra en un análisis discursivo que permite el diálogo entre los textos seleccionados y sus contextos histórico-sociales. Asimismo, nos apoyaremos en los planteamientos teóricos de Mijail Bajtín (1987) respecto al tópico del carnaval y la inversión de roles sociales que aquel desencadena.

El Nacional: un diario conservador

El Nacional (1865-1903) fue fundado por Francisco Javier Pazos, quien lo dirigió hasta 1871, año que traspasó la propiedad a un grupo liderado por Cesáreo Chacaltana y Francisco Flores Chincharro. En la primera etapa, se opuso a las buenas relaciones entre Perú y España (Tratado Vivanco-Pareja); en la segunda etapa, el director Chacaltana ligó el diario a la familia Canevaro y a sus intereses políticos. Durante fines de 1871 e inicios de 1872, El Nacional fue víctima de la censura debido a su filiación con Manuel Pardo y su reticencia al presidente José Balta. Además, apoyó al general Mariano Ignacio Prado durante las elecciones de 1875, atacó a Nicolás de Piérola y, después de la Guerra del Pacífico, respaldó al mariscal Andrés Avelino Cáceres (Gargurevich, 1991, pp. 75-76).

En el año que nos ocupa —1874— Cesáreo Chacaltana ejercía la dirección del diario. Por su parte, el presidente del Perú era Manuel Pardo y Lavalle (1872-1876), un político intelectual que impulsó considerablemente varias reformas educativas, como el Reglamento General de Instrucción Pública, norma estatal que establecía la obligatoriedad de la educación primaria para hombres y mujeres hasta los doce años (Denegri, 2004, p. 161).

Estructura del diario

El Nacional fue un diario de cuatro páginas, cuya distribución oscilaba entre las seis o siete columnas; por lo general, la primera página tenía seis, mientras que las del interior, siete. Un aspecto relevante de este diario, en cuanto a sus dimensiones físicas, es que “la máquina rotoplana en que se imprimía era de características especiales, lo que hizo que El Nacional fuera el periódico de mayor formato en la historia del periodismo” (Gargurevich, 1991, p. 76).

            Las secciones presentes en el diario eran múltiples y la mayoría de ellas fueron fijas. Las que hemos identificado en los años revisados son las siguientes:

  1.       Cabecera: título del diario, año, número y fecha correspondientes, así como el precio de la suscripción (un sol y sesenta centavos).
  2.       Avisos permanentes: movimiento de ferrocarriles, fábricas de cera, dentistas, almacenes donde vendían comida y bebidas (té y licores), muebles de Basso Hermanos & Piaggio y Kemish & Melton, por mencionar algunos ejemplos. Avisos diversos: estos eran más pequeños que los anteriores, y las más de las veces referían remates de terrenos.
  3.       Folletín de El Nacional: en este apartado se incluyen novelas de folletín peruanas y extranjeras. Por ejemplo, en junio de 1874, se publica la novela Noventa y tres, de Víctor Hugo, traducida al español por un tal S. M. I.
  4.       Apartados permanentes: El Nacional (publicado en la página 2), que contenía avisos de interés político y social, así como cartas y opiniones que el público lector remitía al diario; Crónica Interior, donde primaban los avisos de transporte, reportes de eventos sociales organizados con fines benéficos, acuerdos y reuniones de los Consejos Departamentales del país; Crónica Local, que presenta anuncios publicitarios acerca de economía, efemérides americanas, defunciones, e incluso poemas y cartas del público cuyos temas eran asuntos del país. Un ejemplo de este último tipo de contenido se halla en el poema anónimo “Catay tanto viva Pardo”, donde se evidencia un claro rechazo a la gestión del personaje político en cuestión: “Catay tanto viva Pardo / En que ha venido ha parar; / las mugeres muertas de hambre, / los hombres sin trabajar” (El Nacional, 3 de junio de 1874, p. 2).
  5.       Inserciones: sección esporádica de contenido literario, como puede apreciarse en la subsección Club Literario, donde Ricardo Palma publica “El poeta de las adivinanzas (Don Esteban de Terralla y Landu)”.
  6.       Ocios del Cronista: este es el título de la sección en la que Pedro Antonio Varela publica sus composiciones líricas y cuadros de costumbres bajo el seudónimo El Chico Terencio. Siempre se presenta en la tercera página del diario, y ocupa entre dos y cinco columnas.
  7.       Información diversa: Colaboración Científica ofrece información sobre los adelantos científicos de la época, como el telégrafo; Vapor del Sur, donde se señalan los datos de llegada y salida de transportes marítimos del país; Crónica Exterior, que informa acerca de las asambleas y eventos políticos del extranjero; Crónica Judicial, enfocada en exponer los asuntos más relevantes ocurridos en la Corte Suprema y Corte Superior; Crónica religiosa, que anota anuncios de misas; Despachos de aduana; Comunicados, los cuales eran anuncios de diversos temas correspondientes a nuestro país.
  8.       Variedades: es un apartado de relativa frecuencia. En la década de 1860, incluía textos literarios (sobre todo poemas y novelas de folletín). No obstante, durante el periodo de 1870 en adelante, su contenido fue desplazado por la sección Folletín de El Nacional, que se ocupaba específicamente del género novelesco.
  9.       Anuncios diversos: Avisos del día; Avisos varios, la sección más publicitaria, pues reunía anuncios de variada índole, como la moda (los servicios diseñadores de Madame Darcour, los anuncios de corsés), salud (los servicios del médico Néstor J. Corpancho, las píldoras y ungüento Halloway, el pectoral de Amacahuita o los “remedios de oro” del doctor Richau), belleza (el tónico oriental regenerador de pelo, el agua florida o el agua de tocador Kananga du Japón), avisos para hacendados (alquiler de mulas y almacenes), entre otros; y, finalmente, Avisos judiciales (comunicados del Tribunal del Consulado).

Pedro Antonio Varela en la prensa limeña decimonónica

Pedro Antonio Varela (1850-19??) fue un prolífico escritor conservador que “publicó poesías líricas y satíricas en casi todos los diarios y revistas del periodo 1870-1895” (Varillas, 1992, p. 234). En efecto, “Pedro Antonio Varela (El Chico Terencio), quien se distinguía especialmente en el género festivo y satírico” (Prado, 1918, p. 161), participó asiduamente en la sección Ocios del Cronista de El Nacional, La Alborada (1875) y El Correo del Perú (1872), semanario en el cual

sus comedias, entre festivas e irónicas, dejaban entrever que el tema de la función de la mujer había cobrado polémica en la sociedad limeña de mediados del XIX en diversas esferas sociales. Entre sus obras, respecto de los números de la revista publicados en 1872, destaca “La liga de mi mujer (comedia microscópica)” (ECP 2: 20-21) y el ensayo “Lima (lo que fue y lo que es) (ECP 26: 203) (Vilca, 2009, p. 172).

También publicó en El Perú Ilustrado (1887-1892) y La Sociedad (1870-1880), diario ortodoxo y conservador. Fue muy reconocido debido a su abarcadora participación en la prensa (Palma Melena, 2012). Inclusive, Raúl Porras Barrenechea (1970) afirma que Varela formó parte de los gacetilleros más célebres de la época, al igual que Ramón Rojas y Cañas, Juan de los Heros, Flores Chinarro, Simón Camacho, Manuel Atanasio Fuentes, Trinidad Fernández, entre otros.

El Chico Terencio, seudónimo que adopta, alude a Publio Terencio Afro (194 a. C.? – 159 a. C.), comediógrafo latino cuyas seis obras han sido conservadas para la posteridad: Andria o La andriana (166 a. C.), Hecyra o La suegra (165 a. C.), Heautontimorumenos o El atormentador de sí mismo (163 a. C.), Phormio  o Formión (161 a. C), Eunuchus  o El eunuco (161 a. C.) y Adelphoe o Los hermanos de Adelfos (160 a. C.). La filiación entre este autor y Varela se evidencia en su enfática representación de la lengua conversacional —castellano y latín, respectivamente— de sus personajes arquetípicos.

Sus textos “La liga de mi mujer” y “El Cabo Quispe” han sido estudiados por Elizabeth Vilca (2009) y Martín Palma Melena (2012). Asimismo, su artículo “Los dados”, publicado inicialmente en el n.° 2596 (7 de marzo de 1874) de El Nacional, ha sido digitalizado en la versión del n.° 5 (16 de octubre de 1875) de La Alborada.

Como parte de nuestro trabajo, hemos revisado su columna Ocios del Cronista publicada en El Nacional durante 1873-1874. Prestamos mayor atención al primer semestre de este último año, ya que en 1873 la mayoría de sus textos eran líricos (breves sonetos y epigramas) y no siempre incluían su firma. Los cuadros escogidos para el análisis respectivo son “El carnaval” y “La jarana”.

Configuración del sujeto criollo en “El carnaval” y “La jarana”

En principio, suscribimos que los dos textos que examinaremos son clasificados como cuadros de costumbres, textos narrativos de corte descriptivo que recrean sucesos contemporáneos. El autor, habitualmente, interviene directa o indirectamente al reflejar su posición respecto al tema trabajado y al público (Watson Espener, 1979, p. 29). En los cuadros de Varela aparecen varios arquetipos (criollos conquistadores, indios sentimentales, zambas enamoradizas) que participan en festividades tradicionales, como son los carnavales, y las fiestas repentinas de barrios populares.

“El carnaval” apareció en el n.° 2580 (14 de febrero de 1874) de El Nacional. Está dividido en cuatro secciones y su escenario es “Lima, la ciudad de los acontecimientos de bulto” (p. 3). El argumento se centra en las manifestaciones de los carnavales en diferentes sectores sociales: jóvenes de distinguida posición económica, niños que atacan a una mujer andina en la calle, además de zambos e indios de barrios populares como Guadalupe y Barranco que desfilan y juegan de manera brusca.

En la primera sección se esbozan las concepciones que Varela posee respecto al carnaval y su vivencia en Lima, una ciudad que “tiene juicio”:

Su origen filosófico está en que no es posible pasar la vida un año entero bajo los severos dictados de la razón; en que para que el juicio reviva más vigoroso, es necesario que pase siquiera por tres dias de crisis; en que es menester ser loco algunos dias, para ser cuerdos los restantes del año. El juicio es como una cuerda te[n]sa; auméntese la fuerza de tension dia por dia, y llegará uno en que se rompa; aflójesela un solo dia, y podrá despues soportar mayor fuerza de tensión.

Si en Lima hay juicio, cosa que la doy por indudable, en honor de mis paisanos, justo es pues que se eche de casa siquiera por tres dias. (1874, p. 3; la cursiva es nuestra).

Notamos que se considera necesario un vuelco de la razón, un quiebre total que regenere y/o renueve el “juicio” de la población limeña. En términos bajtinianos, El carnaval es una fiesta del mundo al revés, donde se transgrede el orden establecido. Es, en efecto, un evento donde todos participan sin excepción. Además, la vida carnavalesca convoca leyes específicas mediante las cuales los sujetos actúan:

Durante El carnaval no hay otra vida que la del carnaval. Es imposible escapar, porque El carnaval no tiene ninguna frontera espacial. En el curso de la fiesta sólo puede vivirse de acuerdo a sus leyes, es decir de acuerdo a las leyes de la libertad. El carnaval posee un carácter universal, es un estado peculiar del mundo: su renacimiento y su renovación en los que cada individuo participa (Bajtín, 1987, p. 13; la cursiva es nuestra).

            De este modo, se genera una inversión o alteración de los estados del mundo. Por ejemplo, en las actitudes de los ancianos, los jóvenes y los niños extasiados. Y no solo ello, sino que lo inanimado también se transforma, puesto que los objetos adquieren autonomía para participar en el juego de carnavales:

Los ancianos rejuvenecen y echan una cana al aire; los jóvenes no caben en su pellejo y los niños triscan y bullen, brincan y saltan, chillan y gritan.

Las pilas corren mas agitadas que nunca; los recipientes abren las bocas, y los cuerpos ardientes por el estío, están en disposicion de recibir baños de lluvia, de corriente y hasta de tina. (Varela, 1894, p. 3; la cursiva es nuestra).

Ahora bien, nos interesa específicamente la segunda escena de la tercera sección, dado que en ella se presenta el juego de carnavales entre un criollo y cinco mujeres de su mismo estrato social. Ellos juegan bajo reglas específicas, obedeciendo a lo que Bajtín denomina “leyes de la libertad” (1987, p. 13), como arrojar huevos, cáscaras y agua. Además, en este cuadro de costumbres el juego se matiza con un constante coqueteo. Desde ahí, el criollo es descrito detalladamente como un sujeto aristocrático que utiliza finas pero añejas vestiduras y desarrolla estrategias para jugar con las jóvenes. El procedimiento del cortejo es representado como una metáfora bélica, pues el personaje es un “guerrillero” que “combate” con una “tropa femenina”. Leamos el fragmento:

¡Agua de lavanda, ambariada y fina… ambariada y fina!, sigue pregonando el vendedor de esta agua, y a su vez forma concierto con los que venden cascarones, que dicen, a su vez: ¡cuatro huevos de olor doy por un real!… ¡á cuatro, á cuatro por un real!

Y otro grita: ¡á cinco, á cinco! ¡Cinco huevazos doy por un real!

Y aquí pasa otra escena entre gente de balcon y de á pie, que así llamaremos á los guerrilleros que se baten con las hermosas ocupantes de un balcon, desde la acerca del frente, llevando colgada en el brazo izquierdo una canasta forrada en trapos blanco y colorado en que están las municiones de guerra consistentes en cascarones hechos de cera y otros de huevo de gallina.

Viste generalmente este guerrillero una blusa de dril blanco, pantalones ídem, sombrerito de paja con el ala caída por delante cuya cinta es de cualquier color, menos negra. Los balcones son los castillos en cuyo asalto toman gran interés. La tropa con que tiene que habérselas es tropa femenina, la cual usa por proyectiles, ó cascarones que podremos llamar bala rasa, ó a la metralla acuatil que vomitan una especie de jarros-obuses, cuya carga la toman de tinas ó baldes colocados en el hueco de los balcones.

Una sonrisita maliciosa es el toque de atención que se dan ambos combatientes, y tras de la sonrisa provocativa, vuela el cascaronazo primero, que generalmente se estrella en uno de los vidrios ó se enreda en uno de los canceles diestramente manejados por la tropa femenina. La contestacion es una descarga de jarro-obus, con lo cual queda abierto un combate recio.

Cascaronazo va y jarrazo viene, sin que ni por uno ni otro lado se declare la derrota.

Entre tanto, el balcon destila agua; platean el suelo las esparcidas astillas de los quebrados cascarones, y sudan los combatientes, y presentan en sus cuerpos grandes manchas, que son las heridas sacadas del combate.

Vuelve á empeñarse la lucha con más fuerza, y estimulado el guerrillero por las murmuraciones de los amigos ó curiosos que lo acusan de tener pésima puntería, protesta asaltar el castillo á sangre y fuego, y despues de tomar de la canasta del vendedor una competente cantidad de proyectiles, por habérseles concluido los propios, cójese de las rejas de una ventana y comienza a escalar el balcon. La tropa femenina se intimida ante la audacia del guerrillero y procura dificultarle la ascension á golpe de jarro-obus y de harina y pintura de todos colores. El guerrillero se siente fatigado; á cada instante le llueve un alubion de agua y de cuanto hay, y está á punto de soltarse y caer atortillado al suelo.

Hurra! Le gritan los curiosos, y haciendo el último esfuerzo, se coje de la baranda, y ¡arriba!

Entonces es en la calle el palmoteo y la algazara. Bravo mozo! Le dicen algunos, y otros, que antes eran solo espectadores, pretenden también escalar el balcon.

Entre tanto, el guerrillero ha caído en manos de cinco gacelas más lindas que la luna, que lo han cojido hasta de los pantalones, y lo llevan como quien lleva un bulto cualquiera, para sumergirlo en seguida en la tina del baño, que á prevención está llena hasta los bordes.

El guerrillero ha logrado lo que quería: ser cojido de ese modo y entrar en relacion con la familia.

Despues que ha quedado como sopa, hace él otro tanto con cada una de las crueles hermosas; y no seré yo quien diga qué ha habido durante el forcejeo, pero de casualidad[,] abrazos y besos.

—Vaya!— dice el padre de la casa— ya se han mojado por fuera hasta más no poder; ahora corresponde tomar un vaso de cerveza. El señor tendrá la bondad de…

—Señor, mil gracias… pero…

—Sí, papá, obligue U. al señor, dice una de las niñas.

—Ah! Cómo nos iba U. á hacer tan grande desaire, agrega otra.

Y una tercera: Mire U. que desaires en cara fea, el demonio que los vea.

—Ah, señorita, si es así, no digo un vaso de cerveza, lo que U. me mande.

Dejémoslos beber el vaso de cervezas, y contarse recíprocamente las hazañas practicadas durante la batalla, que en esto de contar hazañas corren parejas con nuestros militares los jugadores de Carnaval.

En toda fiesta, unos están al santo y otros á su conveniencia: el vendedor de huevos, centinela en la puerta de la casa, espera al joven héroe, á quien reputa su deudor por la suma de tres soles, por los cascarones que le tomó al decidirse á asaltar el castillo.

Cualquiera diría que la suma no sube de cuatro reales, pero á río revuelto, ganancia de vendedores de huevos.

Ya conocemos un guerrillero que ha asaltado dos cosas a la vez: una fortaleza, y la amistad de una familia. De los resultados, responda el cielo y no yo, parodiando á D. Juan Tenorio (Varela, 1894, p. 3; las cursivas son del autor).

En la escena citada, como anticipamos líneas atrás, el juego de carnavales se configura como una “guerra” en la cual se enfrenta un “guerrillero” a pie (el criollo) y una “tropa femenina” (mujeres jóvenes) que ataca desde el balcón de un “castillo” (casa). El lúdico combate se origina a partir de acciones específicas entre los contrincantes: en primer lugar, ellos intercambian una “sonrisita maliciosa” que funciona como la señal para indicar la disposición de ambos para jugar. Luego de ese gesto, el combate inicia con el primer cascarón lanzado por uno de los hombres, y la respuesta es inmediata: “la contestacion es una descarga de jarro-obus, con lo cual queda abierto un combate recio” (p. 3). Así, ellos se arrojan mutuamente cascarones de cera o de huevos de gallina, pero la principal táctica de la “tropa femenina” es aventar reiteradamente agua desde el balcón. El público (demás transeúntes) es también un grupo relevante en la escena, pues incita al “guerrillero” a subir al “castillo” y vencer a sus adversarias. Cuando el joven consigue su cometido, unos espectadores intrépidos (cuyo origen sería también aristocrático) intentan repetir su hazaña, pero la narración no incide más sobre ello, por lo que deducimos que fracasan. Sin embargo, esto ubica al criollo como un modelo a seguir, ya que es un joven conquistador y valiente: “es en la calle el palmoteo y la algazara. Bravo mozo! Le dicen algunos, y otros, que antes eran solo espectadores, pretenden también escalar el balcon” (p. 3).

En efecto, tras un dificultoso ascenso, entra al balcón y “el guerrillero cae en manos de cinco gacelas más lindas que la luna” (p. 3), quienes lo capturan para mojarlo  y sumergirlo en una tina repleta de agua. Esta acción despliega un trasfondo idílico. El criollo desea conquistar a las damiselas del balcón, por lo que emplea estrategias muy efectivas. El primer paso es ganarse su confianza y simpatía; para procurarse este objetivo, juega con ellas y permite que lo derroten. De esta manera, “El guerrillero ha logrado lo que quería: ser cojido de ese modo y entrar en relacion con la familia” (p. 3). El segundo paso se enfoca en la revancha contra las damas, lo cual produce el contacto físico: “ha habido durante el forcejeo, pero de casualidad […] abrazos y besos” (p. 3).

Cuando ha ganado la confianza de las señoritas, el padre de estas lo invita a compartir una cerveza, pero el criollo se niega cortésmente, como parte de su estrategia conquistadora. En otras palabras, emite una respuesta retórica para que la familia insista, y así sucede efectivamente. En poco tiempo, la familia y el criollo conversan de modo ameno. Él ha acertado al ser perspicaz en el juego con las damas y ha obtenido la venia del padre. Posteriormente, se narran recíprocamente las tácticas practicadas durante la batalla. Respecto a esto, se expresa una crítica mediante la comparación satírica entre los personajes y la milicia peruana: “en esto de contar hazañas corren parejas con nuestros militares los jugadores de Carnaval” (p. 3; la cursiva es nuestra).

En medio de esta escena, en donde personajes principales juegan, flirtean y conversan con entusiasmo, aparece una figura que simboliza el aspecto económico dEl carnaval: el vendedor de huevos que ha suministrado las “balas” al criollo “guerrillero” en su enfrentamiento. Este no participa del juego (no es el receptor ni gestor de la “sonrisita” clave ni de los raudos “ataques” carnavalescos), sino que su objetivo es exclusivamente lucrativo, pues aguarda la salida del joven para cobrarle exageradamente por los huevos empleados en la “guerra”:

En toda fiesta, unos están al santo y otros á su conveniencia: el vendedor de huevos, centinela en la puerta de la casa, espera la joven héroe, á quien reputa su deudor por la suma de tres soles, por los cascarones que le tomó al decidirse á asaltar el castillo.

Cualquiera diría que la suma no sube de cuatro reales, pero á río revuelto, ganancia de vendedores de huevos. (p. 3; la cursiva es nuestra).

Al pertenecer a un grupo social inferior, se colige que, en general, los vendedores no serían incluidos en la dinámica lúdica del carnaval entre las señoritas de los balcones y los jóvenes transeúntes.

Finalmente, la escena expone una síntesis temática, que enfatiza no solo el logro público del criollo al escalar al balcón de la “tropa femenina” para buscar la revancha, sino también un mérito en la esfera privada, es decir, haberse introducido en la familia y ganar su confianza: “Ya conocemos un guerrillero que ha asaltado dos cosas a la vez: una fortaleza, y la amistad de una familia” (p. 3).

  Ahora bien, en cuanto a “La jarana”, el segundo cuadro de costumbres que seleccionamos para nuestro análisis, anotamos en primer lugar que se publicó en el n.° 2675 (13 de junio de 1874) de El Nacional. Está dividido en cuatro secciones. Al igual que “El carnaval”, se ambienta en Lima, específicamente en el barrio de Guadalupe. En este cuadro, sin embargo, se hace evidente la filiación del autor por las costumbres y bailes populares, pues suscribe que estas son valiosas por ser verdaderas, libres, sinceras. En contraposición, los bailes de las clases sociales pudientes son esbozados negativamente, dado que estos se caracterizan por comportamientos rígidos y falsos que obedecen a la etiqueta:

“me parecen ridículas las venias amaneradas y los movimientos medidos á compas, de los que pasan la noche en un salon de baile […] Estoy pues por la alegría sincera con todos sus movimientos, y no por la ficticia, matemática ó calculada, como estoy por la virtud no hipócrita, por la moralidad sin jactancia y por lo que la naturaleza enseña”; “¡Fuera habitos capuchinos!” (p. 3).

Desde el principio del cuadro se establece la relación antagónica entre La jarana y el sarao o soirée. La primera es concebida como una fiesta del pueblo, digna de alabarse por su constitución veraz, alegre y natural, en contraste con el segundo, que es descrito como falso, hipócrita, inmoral e innatural. Se plantea que los comportamientos refinados (fórmulas fijas) esclavizan a los grupos sociales que los practican, merman su relación con la naturaleza y niegan la veracidad de sus emociones: “Libertad de la naturaleza, los hombres cultos te rechazan! La sociedad culta se ha esclavizado queriendo libertarse; se ha puesto grillos de preocupaciones, y vive entre nosotros el oscuro calabozo de su refinamiento” (p. 3). Leamos algunas reflexiones del autor acerca de ello:

“La jarana es la alegría sincera, acompañada de las notas de la guitarra y de las libaciones del pisco. El sarao es la alegría fingida sujeta á formula, como la extracción de raíces algebraica […] En La jarana todo es verdad; en el sarao todo es mentira; en la primera se bebe; en el segundo se finge beber; en La jarana todos hablan de lo que sienten, en el sarao todos dicen lo que nunca han sentido; en la primera todo es libertad; en el segundo esclavitud es todo” (p. 3).

Asimismo, los bailes que se practican en cada reunión son diferentes, ya que corresponden al carácter antitético de La jarana respecto al sarao, así como a sus peculiaridades positivas y negativas, respectivamente. En La jarana se baila zamacueca, chilena y fandango, cuyos movimientos tienen una “alegría voluptuosa”; mientras que en el sarao se bailan vals, polka y cuadrilla, “movimientos artísticos de una alegría que no se siente” (p. 3). La primera diferencia entre ambas manifestaciones reside en que “Los bailes del sarao son una falsificación del júbilo; los bailes del pueblo son la expresión verdadera de las emociones” (p. 3). La segunda diferencia se asocia con la ética del autor, pues refiere que en los bailes del pueblo jamás se estrechan las parejas, sino que solo se cortejan y persiguen; mientras que quienes bailan la música culta se abrazan y sus cuerpos se aproximan tanto que el autor los califica como inmorales, en oposición a los bailes del pueblo, ya que “sus movimientos son más airosos, pero la barrera de una distancia que los separa, es una garantía de moralidad con que se conforman los espectadores” (p. 3).

La segunda sección de este cuadro de costumbres describe la historia del “mozo bueno”, un joven de veinticinco años, procedente de una acomodada posición socio-económica, pero que desde pequeño desarrolló predilección por la música y los bailes populares, motivo por el cual se convirtió en un gran jaranero. En cuanto a su personalidad, es calificado como un hombre justo, solidario, muy galante y amable. Debido a esta actitud tan amical con las personas de la clase popular, es apreciado. Revisemos sus antecedentes:

El mozo bueno nació como bueno; esto es, como rico, y diéronle las primeras mecidas y los primeros paladeos entre cuna de oro y marfil, que de marfil y oro podían proporcionársela sus padres.

Entrególo su madre, como es de ley y de amor entre madres á la moda, desde que pudo vivir de la fuerza de sus chupadores lábios, al amor de una nodriza, la cual le apellidó el chupista, desde la edad de seis meses, nombre que le mereció por la fuerza con que esprimia los pechos a la pobre muger, y cualidad que en el poco talento de la nodriza, revelaba ya al futuro bebedor de líquidos espirituosos.

Preocupaciones tiene la gente vulgar, que suelen ser confirmadas.

El mozo bueno de hoy, el chupista de entonces, es de aquellos que no beben en canasta y que pueden beberse el Océano Pacífico de aguardiente, sin perder el equilibrio.

Es un mozo bueno. Trazas guarda el mozo de haber sido bello muchacho. Acaso sería esta una de las muchas razones que la nodriza tenia para pedir á todos los santos del cielo que el párvulo se convirtiera en niño y el niño en joven.

El niño de la nodriza era dado á las piruetas desde muy temprano; y la zamba Chabela, zamba zandunguera y remigalda, tenía todo su placer en verlo simular el baile de tierra al son de esta coplilla, que le entonaba cojiéndolo por los dos sobacos y colocándolo sobre una mesa:

Esta noche me caso

Y mañana me velo,

Con un niño bonito

Que se llama Marcelo.

El parvulillo movía los piecesitos con gracia, y la zamba se desternillaba de risa, diciendo despues de premiar con un beso el buen humor del niño: este muchacho vá á ser de todo juego.

No faltó á los dos años de nacido el niño, cierto Goyo que le calentaba las orejas á Chabela, y Chabela abandonó el oficio de la nodriza por el de querida de Goyo, que le podía ofrecer otros placeres que el de ver bailar a su hijo postizo.

El niño de pechos se hizo niño de escuela; el de escuela ascendió á niño de colegio; el niño se hizo joven, y el joven vagabundo.

No halló en la Aritmética nada que le despertara la curiosidad; descubrió que la Gramática era una tontería, y solo aprendió a garabatear su nombre y á pelarle la pava a la hija de su maestro, que muy buenas barbas tenía.

Por mal de sus culpas, no faltó un pésimo alférez de caballería que le enseñara a rasguear la guitarra, y una vez poseedor de esta bella arte, fue siempre el primer invitado á las jaranas.

Decir en tal jarana estará el mozo bueno era decir esa jarana será suntuosa.

Vaya aquí la historia de su apodo.

En una de las muchas diversiones á que asistía, hubo mozo que le quiso hacer la que David le jugó al capitán Urias. Descubriola el mozo, é invitó á su mal amigo a tirar cuatro; es decir, á darse de puñetazos. Salieron ambos desafiados; menudearonse muy buenos golpes y fecho, regresaron á la diversion no sin ostentar el mozo un ojo color de esperanza y el otro la nariz hecha pedazos. Provocada la reconciliacion por los amigos, rencoroso el enemigo del mozo bueno, se negaba a ello, mientras este con una nobleza de alma que le mereció aplausos, se avalanzó hacia su enemigo estrechándolo en un fuerte abrazo que despues remojaron con una copa de sangre de tigre.

Eso es ser un mozo bueno, dijeron todos en vista de esta acción, y desde entonces, le quedó el nombre de mozo bueno.

Chabela que ya está un poco cascada por el tiempo, se alegra de ver cómo su hijo postizo no ha salido un cándido, como otros tantos niños que ella conoce y que no saben ni hacer un punteo en la guitarra ni la primera voz en un golpe de chilena.

Para conocer completamente al mozo bueno, solo resta dibujar su fisionomía. Color blanco, cara aguileña, pequeño bigote y una no menos pequeña pera; labios gruesos, pelo risado, mirada maliciosa; cierto desgaire en el talle que manifiesta ó mucha satisfaccion propia, ó mucho desdén por todo lo que existe bajo la luna.

Su vestido es casi siempre un jaquet bien abrochado, cuando no es un pequeño saco de forma picaresca; su sombrero, si no es de paja blanco alicaído hacia los ojos, es de panza de burro negro; lleva siempre las manos en los bolsillos; el sombrero se recuesta por lo general hacia el bucle derecho, el que á su vez descanza sobre la oreja. Jamás le falta la partidura del pelo atrás de la cabeza, y camina, ayudado de un airoso movimiento de los brazos, con un regular balance hacia ambos lados. Fuma cigarros más que reza credos una beata. Es alegre, chalartán, burlon, enamorado, feliz y simpático.

Amigo de sus amigos, vende por ellos la camisa; y si una china color de canela le pide plata y no tiene, es capaz de vender el sombrero en la primera pulpería con que topa. Tiene el mérito de no entender de jota de política. Es de profesión jaranista, y sin embargo nunca lleva camisa mal planchada, ni le falta un sol que convertir en aguardiente, que las chinas saben lavar y él sabe ganarse á las chinas. (p. 3).

En primera instancia, destacamos que el hecho que el “mozo bueno” haya desarrollado una actitud popular se debe a un suceso determinante: su crianza bajo la responsabilidad de Chabela, una “zamba zandunguera y remilgada” que lo incita a bailar y cantar música de las esferas sociales marginales, como las coplillas, e, incluso, lo premia con mimos. Este apego entre el niño y la nodriza condiciona el desenvolvimiento social que aquel ejecutará en su adultez. Es necesario prestar atención a la verosimilitud propuesta por Varela en este cuadro de costumbres: de un lado, escoge Guadalupe porque es un lugar en el que se festejan jaranas con regular frecuencia, de modo que su narración las “copiará”; de otro lado, los antecedentes del “mozo bueno” aluden a la realidad de la crianza de niños en la época (los hijos de la aristocracia limeña son amamantados y cuidados por la servidumbre afrodescendiente).

Pues según la feliz expresión de un observador, los cuadros de costumbres deben copiarse y no inventarse, vamos á copiar uno y para copiarlo será muy bueno irnos en dirección del barrio de Guadalupe, en cuyas muchas tiendas no faltará una jarana, que sirva de teatro de observación a la observadora curiosidad.

Pero antes de ir á vagar al acaso; podemos entrar en relación con un mozo de veinticinco años, tipo original, si los hay, buen muchacho entre los buenos, el cual nos puede dar sobre el asunto mucha luz, si la necesitásemos (p. 3; la cursiva es nuestra).

Durante la infancia del “mozo bueno”, Chabela se enorgullecía de su disposición para la música popular y afirmaba: “este muchacho vá á ser de todo juego” (p. 3; la cursiva es del autor). En efecto, al crecer, el joven se convirtió en un hombre admirable para la esfera social popular, ya que condensaba varias habilidades musicales (tocar la guitarra, cantar, bailar zamacueca), al tiempo que constituía un modelo varonil a seguir (era galante con las mujeres e incondicional con sus amigos, además había ganado su respeto y admiración). Por ello, Chabela, la entrañable nodriza, “se alegra de ver cómo su hijo postizo no ha salido un cándido, como otros tantos niños que ella conoce y que no saben ni hacer un punteo en la guitarra ni la primera voz en un golpe de chilena” (p. 3). La asociación entre La jarana como fiesta popular y la participación del “mozo bueno” en ella resulta, así, inherente: “Decir en tal jarana estará el mozo bueno era decir esa jarana será suntuosa” (p. 3; la cursiva es nuestra).

La forma en que fue criado el “mozo bueno” ha influenciado en su estilo de vida al punto de impedir que este desarrolle los comportamientos y modales de la clase social a la cual pertenece. De alguna manera, ha truncado su futuro profesional y lo ha conducido a gastar su vida en fiestas populares. Todas estas características del “mozo bueno” lo configuran como un simple jaranero que ha perdido el apoyo, respeto, honor y el propio nombre de su familia:

Este mozo tiene un nombre que le dio el sacerdote en la pila bautismal; pero inútil será llamarlo por ese nombre, que no cambió por un plato de lentejas como Esaú su primogenitura, pero que olvidó por otro que sus compañeros de diversión y de tuna le regalaron en una de tantas á que asistió desde los doce años. Tiene también un apellido que heredó de su padre, pero que hoy no lleva, porque es mozo que no toma lo ageno á disgusto del dueño, y su padre no quiere que dilapide esa herencia que le tocaba inter vivos (p. 3; la cursiva es nuestra).

Esa imagen del “mozo bueno” se ajusta a la coyuntura de la época. Por ello, planteamos que el cuadro sostendría de trasfondo un proyecto de identidad en el cual el rol de la servidumbre (nodriza) —en cuanto a la crianza y formación de los hijos de los aristócratas— es de importancia capital, ya que “transforma” las actitudes (costumbres, modales y prácticas) propias de su clase social.

Conclusiones

Si bien en “La jarana” el autor se muestra a favor de las fiestas populares, puesto que defiende y exalta sus cualidades sinceras y desmerece las reuniones superficiales de la clase social culta, advertimos que estaría también de acuerdo con el cuidado de los hijos de esta última clase por las nodrizas, siempre que estas les implanten gustos “naturales” y verídicos como los que anota respecto al sector popular del barrio Guadalupe. Sin embargo, en “El carnaval” hallamos una perspectiva diferente, ya que la escena que convoca mayor empeño descriptivo es precisamente la que presenta al criollo de clase social alta jugando con cinco mujeres de su mismo estrato social. En este cuadro de costumbres se alaga la práctica carnavalesca entre estos personajes, pero cuando se describe cómo juegan los sectores populares, es indiscutible el matiz grotesco que se presenta.

En ese sentido, los dos cuadros costumbristas de Pedro Antonio Varela no coincidirían respecto al esbozo de su proyecto de identidad criolla. En “La jarana”, se privilegia el modelo popular, un hombre de mundo, conquistador, gran músico y noble amigo admirado por todos. En oposición, se perfila la imagen representada en “El carnaval”: un criollo de distinguidos modales y efectivas estrategias amorosas que es aceptado por una familia de igual nivel social. Ambos son jóvenes admirados por sus cualidades en cuanto a sus relaciones sociales, sobre todo en el plano afectivo, y tales destrezas los configuran como modelos sociales de criollos a los cuales se pretende imitar.

Quizá una posible explicación sobre este doble bosquejo de “criollos tipo” expuestos por Varela radique en su búsqueda por hallar la aceptación, simpatía y/o identificación con la mayor cantidad de público lector. Esta estrategia sería útil y conveniente, pues en la época de Varela los cuadros de costumbres no lograban la acogida de las décadas anteriores (1830-1850), sino que la tradición palmiana, especie narrativa nueva y llamativa, cobraba protagonismo con sus referencias a un pasado más edificante y jactancioso.

Bibliografía

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Varela, Pedro Antonio (1874, 13 de junio). La jarana. El Nacional, 2675, 3.

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Varillas Montenegro, Alberto (1992). La literatura peruana del siglo XIX: periodificación y caracterización. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

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Watson Espener, Maida Isabel (1979). El cuadro de costumbres en el Perú decimonónico. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

 

Anexos

 

1

Figura 1. Portada de El Nacional 2580 (14 de febrero de 1874): 1.

 

Figura 2 (izquierda)

Inicio de “El Carnaval”, de Pedro Antonio Varela (El Chico Terencio). En El Nacional 2580 (14 de febrero de 1874): 3.

Figura 3 (derecha)

Firma de El Chico Terencio, seudónimo de Pedro Antonio Varela, al final de “El Carnaval”. En El Nacional 2580 (14 de febrero de 1874): 3.

   ­

Figuras 4 y 5. Fragmentos de “El carnaval”, de Pedro Antonio Varela (El Chico Terencio). En El Nacional 2580 (14 de febrero de 1874): 3.

Figura 7 (izquierda)

Inicio de “La Jarana” de Pedro Antonio Varela. En El Nacional 2675 (13 de junio de 1874): 3.

Figura 8 (derecha)

Fragmento de la sección IV de “La Jarana” de Pedro Antonio Varela y firma con su seudónimo “El Chico Terencio”. En El Nacional  2675 (13 de junio de 1874): 3.

 

Figura 9 (izquierda)

Fragmento de la sección I de “La Jarana” de Pedro Antonio Varela. En El Nacional 2675 (13 de junio de 1874): 3.

Figura 10 (derecha)

Fragmento de la sección II de “La Jarana” de Pedro Antonio Varela. En El Nacional 2675 (13 de junio de 1874): 3.

 

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