[Rescate] Entrevista: Teoría y praxis de la ficción literaria en Ribeyro

Compartimos esta entrevista realizada el 17 de febrero de 1981 por Irene Cabrejos de Kossuth a Julio Ramón Ribeyro, narrador al que hoy recordamos luego de 24 años de fallecido. El texto fue transcrito de La caza sutil (1976).

Teoría y praxis de la ficción literaria en Ribeyro 

Por Irene Cabrejos de Kossuth

¿Es para usted la literatura una forma de aprehensión de la realidad o existe en su producción el reconocimiento de que la literatura es algo falso en relación con la vida, un mundo con leyes propias, diferentes a las que se encuentran en la realidad?
—No tiene sentido decir que la literatura es un reflejo de la realidad. Pienso, más bien, que es una recomposición de ella, como lo afirmo en «Del espejo de Stendhal al espejo de Proust». En ese artículo abordo ese asunto de la literatura como recomposición de la realidad basándome en dos fragmentos, uno de Stendhal y otro de Proust, en los cuales utilizan el término ‘espejo’ refiriéndose a la literatura, metáfora muy utilizada por todos los defensores de la literatura como reflejo de la realidad. Pero el espejo no hace sino registrar la realidad, no añade nada. Sin embargo, vemos cómo las obras de Stendhal no son exactamente un reflejo, sino una recomposición de la realidad. Lo que pasa es que la frase de Stendhal está citada de modo incompleto. Después de decir que la novela es como un espejo, él añade una serie de frases que completan este primer enunciado con una serie de matices. Pasando de allí a Proust, este tiene una frase muy larga donde habla también de la personalidad del escritor como un espejo que refleja la realidad, pero luego añade que la realidad cobra diversas facetas; de este modo, «espejo»  (metáfora que le gustaba mucho), dentro de todo el contexto de todo el contexto de su frase, parece referirse a «prisma». Esto está relacionado también con todas las metáforas que usa Proust tomadas de la óptica.

Pienso que En busca del tiempo perdido es, más que una novela, una poética. Cuando habla de literatura, hay cantidades de metáforas. Se podría hacer un inventario de todas las metáforas que usa de la óptica, de la fotografía, que revelan toda la importancia que daba a la visión del escritor. Sobre todo, hay una frase que señala y que yo acepto —y que además he utilizado con otras palabras—, que me parece muy exacta, que dice que los escritores en general no cambian la realidad, lo que cambian es la mirada sobre ella. No es que la realidad haya cambiado, lo que ha cambiado es la manera de verla: eso es lo importante.

Por eso es que en una parte de las Prosas apátridas digo que el escritor recompone, ordena, comprende, transcribe, realiza una operación mental, ordenada, sobre lo caótico de la realidad.

La literatura no es ni debe ser, a mi juicio, entonces, un reflejo de la realidad. Por eso, la metáfora del espejo no debe hacernos entender la literatura de esa manera, porque, para empezar, no tendría ningún interés reproducir una cosa que ya existe exactamente como es. Ya no habría ahí verdaderamente creación sino copia. La literatura debe ser una recomposición de la realidad. Yo creo que esa es la labor del escritor. Al escribir, lo que este hace es recoger todos esos materiales, darles una estructura y hacerlos comprensibles al lector. Por eso, yo insistía en que la literatura es una reconstrucción de la realidad, no solo un reflejo de la realidad,

¿Piensa que la modalidad predominante de representar el mundo en sus ficciones puede calificarse de «realista»? ¿Considera que ha habido una evolución en este sentido desde los primeros cuentos hasta la fecha?

—Creo que sí soy un escritor realista. Pienso que siempre he partido de situaciones reales, incluso cuando mis cuentos se han deslizado, han patinado hacia lo irreal como en el caso de «Silvio en El Rosedal». Yo he partido de situaciones reales, pero justamente porque en eso consiste la labor literaria llego a veces a extremos de irrealidad o a extremos de fantasía o a los límites del absurdo.

Por otro lado, a mí me parece que ha habido una evolución clara desde los primeros cuentos de Los gallinazos sin plumas. Son los cuentos de tipo neorrealista, realista, en que la acepcion «ficción pura» no es adecuada. Son historias reales, o historias de las que yo me enteré, o que yo vi en parte, de modo que el aspecto de ficción, de imaginación, de creación, está reducido.

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Frente a esto, en el tercer tomo de La palabra del mudo, si hace un análisis detallado de cada cuento, notará que hay muchos de ellos que son de un tipo, no diré fantástico, sino no realista. Qué puedo decir, por ejemplo, «Silvio en El Rosedal» o «Carrusel», cuentos que parten de una situación real pero que está exagerada al punto de que ya no se debe considerar real. También es el caso de «El marqués y los gavilanes». Hay cuentos que sí son realistas por el tema, como «El embarcadero de la esquina», pero donde por adoptar el narrador el punto de vista del personaje —un alcohólico— se supera un poco el realismo algo chato y prosaico de algunos de mis primeros cuentos.

En el tercer tomo también hay cuentos que son perfectamente naturalistas y que corresponderían, en realidad, a un periodo ante­rior, a pesar de haber sido escritos casi todos en la misma época. Por ejemplo, «Cosas de machos», historia de una pelea entre militares, o «La señorita Fabiola», que es la evocación de un personaje, casi la estampa de un personaje. Luego, «El polvo del saber», que también es un cuento naturalista. «Tristes querellas en la vieja quinta» es un caso similar, aunque este cuento también tiene su parte de exageración: la de llevar una situación real a un límite ya casi insoportable. Se trata de una situación casi arquetípica, la de la enemistad íntima, la de aquellas personas que solamente viven en función del pleito con el otro. Después hay unos cuentos que son evidentemente fantásticos, como «Demetrio», escrito en el año 53, en la época de Los gallinazos sin plumas. Lo que pasa es que yo no lo había recogido en un libro y lo tenía por ahí suelto. Después también un cuento que me gusta bastante que se llama «La juventud en la otra ribera», que ocurre en París y tiene una intriga policial; es un cuento policial, en realidad. Además, posee cierto sentido simbólico, digamos: el hombre viejo que quiere vivir una aventura amorosa que ya no le corresponde, porque ya no está en la edad, porque la juventud para él ya está en la otra ribera.

.Hay un intento consciente en usted por no ocultar los artificios de toda creación literaria, en la medida en que —como lo afirma en la prosa 72— parte del concepto de literatura como afectación? ¿Hay en usted una falta de interés por utilizar técnicas sofisticadas que intentarán ocultar el carácter ficticio y no real de la escritura? ¿Obedece esto a su concepción de la literatura como una falsedad que no debe ser enmascarada, porque eso podría ser poco leal con el lector?

—La forma natural de expresarse es la palabra, la escritura es una invención posterior a la del lenguaje oral. Primero los hombres hablaron, después de muchos siglos inventaron la escritura, que es una serie de signos gráficos sometidos a reglas muy estrictas, extrema­damente estrictas. Hoy la lingüística lo ha demostrado: son normas rigurosas y prácticamente intransgredibles. Entonces, partiendo de este principio, la literatura —como todo lo escrito— es una con­vención, y la narración cae dentro de este juego convencional. La literatura es una convención y no se deben ocultar sus reglas. Poner en claro que el hecho de escribir es un hecho convencional me lleva a no tratar de ocultar la presencia del escritor. Es preciso darle a en­tender al lector que está leyendo algo que alguien le está contando y que ese narrador está presente, que no está oculto. Por ese motivo es que en cuentos más recientes el narrador está cada vez más visible, presente en la narración, opina, comenta. Predice incluso muchas veces lo que va a ocurrir. Para que el lector tenga la conciencia de lo que lee y dé a entender que está leyendo algo que no existe en la realidad, algo que es una obra literaria. Para mantener la distancia y para que el lector perciba con mayor nitidez lo que está leyendo.

¿A qué se refiere cuando dice en el prólogo al tercer tomo que Cuentos de circunstancias sería el título adecuado de La palabra del mudo? ¿Estaría de acuerdo con afirmar que el concepto de «circunstancia» está ligado al reconocimiento de un proceso dialéctico que se produce en muchos de sus cuentos, en que el personaje sufre la irrupción temporal de una circunstancia imprevista y azarosa, opuesta a su rutina habitual, que en realidad no transforma su vida, ya que todo vuelve a ser como antes, pero que le hace cobrar una nueva conciencia de sí?

—Por «cuentos de circunstancias» me refiero al hecho de que son cuentos que han surgido sin plan previo y que he escrito en diferentes circunstancias de mi vida. Cada una de estas situaciones personales ha marcado un cuento. Cada uno de ellos ha surgido de una circunstancia existencial mía, propia.

En cuanto a la segunda parte de su pregunta, en realidad yo no había pensado en esa interpretación, pero me parece válida, se puede sostener, se puede justificar. En muchos de los cuentos, en un momento dado, los personajes salen de su vida rutinaria y entran en una circunstancia particular que hace que su vida cambie, que dé un vuelco. Qué digo yo, por ejemplo, en el cuento «Una aventura nocturna», en que el protagonista una noche baja a un café donde hay una señora que está sola y entra ahí. Esto podría interpretarse como una circunstancia que le proporcionaría una aventura inesperada, importante para él, porque es un hombre muy solo. Al final no pasa nada, pero la aventura frustrada lo marca de alguna forma.

Hay un momento en que estos personajes aparentemente tímidos, tímidos en realidad, y un poco apáticos, actúan, hacen algo, quieren hacer algo, arriesgan, y generalmente les sale pésimo el asunto, eso ya no sé por qué motivo, pero siempre les sale mal. Pero hay un momento en que juegan su carta. Eso es lo que pasa en «La juventud en la otra ribera», en que un funcionario, un burócrata, en Europa, de pronto, se lanza a una aventura, sí, pero ahí sí a una aventura con resultados fatales. Sí, hay muchos cuentos, si uno empieza a analizarlos con este criterio, puede encontrar una gran . cantidad en los cuales funciona este mecanismo.

Mucho se habla acerca de la negatividad y del vacío que parecen desprenderse de sus relatos. Frente a esto, ¿Silvio en El Rosedal» vendría a ser de alguna manera una afirmación de la búsqueda existencial y, en última instancia, de la vida?

Silvio puede ser un álter ego del artista en general. En el fondo, es una alegoría de la situación del artista auténtico para el cual el reconocimiento, la consideración, la fama, la gloria, el público, a la postre se le revelan secundarios y en el fondo la única satisfacción que tiene es la del propio juicio, el propio criterio.

De este modo, Silvio se puede realizar a sí mismo sin testigos ni aplausos. Es una actitud, no diré egoísta, no, pero puede ser interpretada como tal, o de desentendimiento de los demás, pero también puede ser interpretada como una forma suprema de la sabiduría y de la experiencia. En realidad, en el cuento «Silvio en El Rosedal» —y en «El embarcadero de la esquina»— hay también —como una vez lo dije— una cierta veta o vena alquímica, porque en esa época yo leía ciertos libros sobre la alquimia, me interesaba por eso, y uno de los principios de la alquimia teórica dice que el resultado final, el hecho de encontrar la piedra filosofal no interesa, lo que interesa es el itinerario para llegar hasta esta piedra filosofal. En el caso de Silvio, lo importante es la búsqueda, búsqueda que al final no da ningún resultado, pero que le ha permitido vivir. La búsqueda del mensaje le había permitido encontrar su propio camino, que era tocar solo en la torre.

Silvio es uno de los personajes con el que me identifico más. El periodo de creación de ese cuento fue muy intenso para mí. Hay cuentos que uno está escribiendo un poco distraído y no muy concentrado, pero en ese cuento sí me sentí completamente ganado por el tema, abstraído. Y uno se da cuenta de eso porque pierde la noción del tiempo. De pronto uno se da cuenta de que ya son las diez de la noche y ha empezado a escribir a las tres de la tarde. No se da cuenta, no sé, debe de haber otro nombre para ese tipo de experiencia parecida a la que da la droga, en la cual el tiempo desaparece.

Aparte de eso, es un cuento que yo no sabía en qué iba a consis­tir. Es un cuento que no había planeado. Por ejemplo, algunos han visto una coincidencia entre «Silvio en El Rosedal» y la clave SER que este encuentra —como observó Luchting en una comunicación privada—, pero en realidad yo no había pensado en ello. Lo que yo quería hacer era simplemente describir la vida de un personaje que  llevaba una hacienda en la sierra, que se fue a vivir a esta hacienda, nada más. Iba a ser un relato muy realista. De un personaje que yo conocía, además. Pero de pronto el cuento se deslizó, patinó hacia lo irreal. ¿Por qué razón? No hay ninguna explicación que yo pueda dar. En un momento dado, no sépor qué motivo se me ocurrió que en el jardín debía haber algo, algo escondido. Entonces, ya se desencadenó toda la continuación del cuento. En general, podía haber una frase, una clave, una enseñanza, una receta. La idea es que el cuento no fue totalmente previsto antes de ser escrito.

¿Cuáles cree usted que son sus fuentes o influencias más fuertes, sobre todo en el tercer tomo?

Influencias probablemente deben existir, aunque estas puedan pasar desapercibidas para el propio escritor. Muchas veces las aprecian mejor los lectores, los críticos. Pero, en todo caso, en algunos de mis cuentos de ese tercer tomo yo estaba un poco impregnado, en esa época, por la lectura de los cuentos de Henry James, un autor que a mí me parece extraordinario. Aprecio mucho sus novelas, pero más me gustan sus cuentos. ¿Cuál sería la huella de Henry James? La huella, digo, porque escribir como Henry James es una pretensión absurda. Es lo no dicho, lo callado, lo aludido, lo que el autor oculta.

Yo no oculto nada en tanto que técnica, que estilo, pero sí oculto en tanto que intención. En un cuento como «Terra incog­nita» he tratado de referirme indirectamente a la homosexualidad del doctor Peñaflor, a la homosexualidad reprimida pero presente, que esa noche por circunstancias, por una circunstancia, estuvo a punto de realizarse y no se realizó. Claro, fue una frustración. En «La juventud en la otra ribera» también hay una serie de cosas no dichas, reflexiones un poco ambiguas que le corresponde al lector completar. Por ejemplo, lo que no está claro en «La juventud en la otra ribera» es si la muchacha quería ayudar o no al pobre profesor que se había perdido en París, si quería salvarlo, advertirle del peligro que corría, o si ella verdaderamente era una cómplice. Esta es la huella de James. Hay otro cuento en los tomos anteriores, «Noche cálida y sin viento», en el cual el que notó esto fue Oviedo— el personaje llega a un club social, toca la puerta es socio de este club, y se mete a la piscina, empieza a tratar de nadar; el guardián ya estaba dormido. Trata de aprender a nadar, solo que por poco se ahoga. En realidad, lo que yo quería narrar no era eso; la verdadera historia es que este tipo estaba enamorado de una empleada, con la cual iba a ir al día siguiente a la laguna de Chilca. En este paseo no quería quedar mal, dar unas cuantas brazadas. Por eso, la noche anterior fue a la piscina a tratar de aprender un poco. Por supuesto que le falló también, casi se ahoga. Ese cuento está en realidad no escrito, En este caso, la verdadera historia no está entre líneas, sino que está no escrita. El cuento es lo silenciado. Esta no es solo una técnica de Henry James; también guarda cierta analogía con ciertas formas de arte no literarias, como la escultura, en la cual el vacío puede ser significativo. Por ejemplo, Henry Moore. Los vacíos que hay entre las formas obvias son también esculturas, así como los silencios en Henry James son también escritura.

 

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