Una lectura de los lenguajes ingobernables en Persona de José Carlos Agüero
Andrea Cabel García
University of Pittsburgh
(Foto: Fondo de Cultura Económica)
Abstract
Este artículo aborda el intento en Persona de trascender, escapar, sublevarse de los límites de la representación letrada que habla “por” el otro, a través de lenguajes-otros, a los que llamamos, “lenguajes ingobernables”. Sostenemos que la función de estos es encontrar un escape para hablar de lo que excede a las palabras: el dolor, el cuerpo hecho resto. Analizamos esta tensión (y preocupación) entre representación escrita/visual, reiterativa en su poética, en Los rendidos, en uno de Los cuentos heridos, y en Persona. Sobre este último, nos hemos centrado en algunos elementos de los lenguajes ingobernables, para explorar sus dinámicas: por ejemplo, del discurso geográfico hemos tomado a la niña que sostiene ladrillos o dientes, los zapatos que aparecen al final del libro como huella dactilar de este. Luego, el poema “La Otra”, y finalmente, los gestos y la risa cómplice que producen los “Residuos” que son la última sección del libro.
La humanidad de la sombra
Persona (FCE, 2017) escrito por el historiador, poeta y activista por los derechos humanos, José Carlos Agüero es, como señala la poeta y crítica, Victoria Guerrero, “una historia personal de los rendidos, una historia nacional de los ofendidos y de los muertos de todos los bandos, pero, también, y sobre todo, es la madre, el cuerpo de la madre dejado en una playa de Lima, el cuerpo de la madre con tres balazos en la espalda y un cartel que decía “Así mueren los soplones, los traidores”” (La malquerida).
Este complejo libro, dividido en diez apartados, se pregunta –nos pregunta– desde su introducción hasta su última página, por dos temas centrales que nos interesan explorar en este artículo: el cuerpo –su imposible resistencia al tiempo y a la violencia– y su representación a través del lenguaje de las palabras. Su discusión sobre el cuerpo que sufre es sobre cuerpo de los senderistas a quienes en Los rendidos (2015) “trató de devolverlos a la sociedad como inteligibles, como prójimos” (1, Persona). El cuerpo destruido, hecho polvo, hecho residuo negado, burlado, silenciado -que es sobre todo el de sus padres y el de otros padres, también senderistas- es el protagonista central de este libro/relato. Desde la portada estamos ante una cabeza/piedra, que se caracteriza por ser y estar incompleta, pero sobre todo, también, por tener la boca abierta, por estar diciendo algo.
Así, este libro nos habla del cuerpo de los torturados, desaparecidos, desde los que han sido hechos fragmento o resto, desde lo que llama “artesanía del tormento” y desde una pregunta que se desarrolla a lo largo de toda su obra: el lenguaje su capacidad de representación. Permítanme desarrollar este punto. La pregunta por el cuerpo incompleto, por el resto, tiene su antecedente más claro en Los rendidos, donde cuenta una anécdota brutal que nos parece que da pie a su reflexión sobre la importancia del fragmento, permítanme citarla. Cuenta el autor sobre un motín de presos senderistas a fines del 85. Murieron 30 de ellos reprimidos por la Guardia Republicana. Lo que Agüero elabora es sobre las fotografías de uno de los últimos lugares de resistencia del motín en el “Pabellón Británico”, en donde varios presos habían sido atacados por lanzallamas o granadas incendiarias. Agüero se pregunta por el desproporcional grado de violencia hacia estos presos y hacia su gesto de rebeldía. ¿Granadas para sujetos casi desarmados? ¿Lanzallamas? Al respecto, Agüero señala lo siguiente:
Lo importante para mí fue ver las sombras de grasa y hollín sobre la pared. Como negativos de gente, detenidos en el último instante antes de dejar de pensar. Hay un poema que dice algo sobre la boca de la sombra. Desde entonces no he dejado de pensar en esas sombras y su humanidad. La forma tan vulgar en la que puede acabar un ser humano. Pegado al muro, mera apariencia y contorno, menos que un objeto. Esa fue la lección” (84, énfasis nuestro).
De esto trata Persona, sobre la brutal realidad en la que un cuerpo puede acabar siendo menos que un objeto, menos que un contorno, casi una sombra, algo inaprehensible. ¿Y qué pasa con el lenguaje? ¿Puede hablar de esto? ¿Puede atrapar el resto siquiera? Lo que a Agüero le interesa no es responder, sino dejar planteadas preguntas que vinculen la existencia de la destrucción de estos cuerpos y a su vez, las limitaciones para hablar de este. Así, por ejemplo, se/nos pregunta: “¿Qué piensan de esta representación los representados? ¿Qué sienten de estas aproximaciones hacia sus vidas?” (Los rendidos, 34). Agüero discute y reta los límites del lenguaje, de las palabras, y demuestra que la representación del dolor de otros nunca puede ser completamente expresada de una sola forma. Por ello, sostenemos que es desde una multiplicidad de discursos desde donde va a poder retar al contenido esquivo de la misma palabra escrita. Esto es, necesita de los “lenguajes ingobernables” para hablar sobre lo que no tiene palabras para ser hablado. Veamos más de cerca a lo que nos referimos.
En Persona, Agüero apunta a la crítica que Spivak desarrolla sobre los peligros del trabajo intelectual que, como la crítica señalaría, no debería, ni podría, hablar “por” el subalterno, ya que en ello reforzaría el gesto de opresión sobre ellos. En esta línea, Agüero, muy a su manera, replantea las preguntas que hemos tomado de Los rendidos y las señala en Persona del siguiente modo: “¿Qué decían Yerushalmi o Bhabha, siguiendo a su modo a Derrida? ¿Que no se puede hablar sino con la voz eurocéntrica y, por lo tanto, cada vez que un subalterno dice algo, incluso quejarse, no lo hace sino con voz prestada? Incluso al rebelarse, obedece” (73) Agüero demuestra una profunda autoconsciencia y autocrítica sobre su trabajo, sobre el gesto que él, como letrado, y a la vez, como parte de la historia que narra y discute, está efectuando.
¿Dónde comienza y termina la ética de mi propuesta?, parece preguntarse en este libro que es, sobre todo, un intento por trascender, por escapar, por sublevarse, a los límites de la representación letrada que habla “por” el otro. Por todo esto, sostenemos que los mecanismos que utilizará para salir –o enfrentar de otro modo- las contradicciones de su propia escritura será a través de la producción de otros discursos, otras voces, otros lenguajes que retan la pureza del lenguaje mismo: dibujos, fotos, mapas, mapas intervenidos, toda esta inmensa grafía que él ha llamado, “ingobernable”[1], en tanto excede, suscita más significados que el de la palabra escrita.
El lenguaje y los lenguajes ingobernables
En “El hombre hecho de palabras”, uno de los Cuentos Heridos (Lumen, 2017) de José Carlos Agüero, se integra poderosamente la problemática y la tensión a la que nos referimos con cuerpo vs. representación (lenguaje). En este cuento, el autor nos permite ver cómo es esta lucha desde el lenguaje, contra el lenguaje mismo, para demostrar su insuficiencia para representar una realidad violenta que lo sobrepasa simbólicamente. Permítanme contar, brevemente, uno de sus cuentos en los que este versus se expone con particular lucidez.
“El hombre hecho de letras” nos cuenta la historia de un hombre viejo hecho de letras grandes. Es decir, cito, “donde estaba su brazo, decía brazo, donde estaba su cabeza, cabeza, donde latía su corazón, decía corazón” (5). Lo más sorprendente eran sus ojos. Estos estaban “llenos de letras más pequeñas que copiaban las cosas” (5) entonces cuando uno lo miraba a la cara, aparecían los nombres y era como si absorbiera lo que veía. El final del cuento es doloroso. El hombre es expulsado del pueblo porque nadie soporta mirarlo, se enferman de ver tanta rareza, tanto lenguaje. Más aún, se enfurecen de lo abstracto e inútil del lenguaje mismo, de lanzarle fuego y que él no se incendie, sino que su cuerpo escribiera “fuego”. De tirarle piedras y que no aparezcan moretones o gritos, sino que su cuerpo escriba “piedras”. Todo su cuerpo era lenguaje, letras, palabras. El hombre al final muere, pero no por los ataques, sino de casualidad, cuando sin querer, se mira en un espejo.
Mirarse, es decir, confrontar al lenguaje con el lenguaje, fue su perdición. Fue, cito, como “si se desangrara en letras grandes y pequeñas, miles de tipos y caligrafías en una hemorragia que llenó el patio de miles de palabras por mucho tiempo” (6). En este cuento se intersectan los dos temas en los que nos centramos en Persona: el cuerpo de un sujeto, y el lenguaje, o digamos, su capacidad de representar a ese cuerpo del que habla. Por supuesto, en el cuento la complejidad está colocada al mil por ciento porque ambos temas están intersectados, colocados de tal modo que no se pueden separar. En Persona, estamos ante un texto que discute un cuerpo verdadero, digamos, producto de una historia, uno que ha pasado a ser un montículo de polvo, una pregunta, una incertidumbre desde una intensa experimentación estética. Por todo ello, en este libro, ambos cuerpos, el textual y el visual luchan contra y desde sus propias limitaciones.
En este panorama, en el que se repite la acción del cuento, me refiero al rechazo al lenguaje puro, al lenguaje cargado únicamente de palabras, se apela a la expresión del dolor desde el dolor mismo. Hablo de, por ejemplo, el dolor de aquella mujer senderista que dejó a su hijo, cito, “recién nacido, obligada por sus mandos, y lo abandonó flaquito, sin pelo casi, cubierto con ramas y piedras para que su llanto no los delatara en su escape” (27). Hablo de ese dolor, para el que todavía no hay palabras. Como cuando llueve y uno imagina que ese hijo abandonado regresa en forma de agua. O como cuando una madre perforada de violencia brota como una libélula y desafía el desorden de su propia muerte. El libro cuestiona eso. Cómo hablar de eso, cuando las palabras no alcanzan, cuando lo representado no se deja representar.
Más allá del artificio: el país-muro, la niña y los dientes, la poesía.
Quisiera comentar algunos ejemplos de cómo Agüero desarrolla lo que hemos llamado -con él- “lenguajes ingobernables”. Comencemos por una imagen que es reiterativa en el libro y que persigue al lector, que lo invita a repensar, constantemente, su lectura del libro. Me refiero a la figura de una niña vestida de escolar que sostiene un ladrillo, al final de una conocida carátula de cuaderno escolar.
Pero vayamos más despacio. Contextualicemos el lugar de esta caratula y de esta niña en la carátula y en todo Persona. Existe un aire geográfico, parafraseando a Morábito, en este libro, hay una obsesión por repensar los espacios. Agüero se pregunta, cuando interviene con su escritura de puño los mapas que enfocan a Lima: “¿Cuál es el mapa de una vida?” (43). Señala los lugares a donde iban sus padres, las rutas de los sitios de torturas, las cárceles, los lugares donde habrían desaparecidos, las zonas rojas. Pero acepta que “no sabría cómo ubicar en el mapa lo que pensaba su madre al vender las chinitas” (44). Los mapas que reúne, en todas sus variantes, figuran como preguntas, que el autor mismo plantea así: “¿Hay memoria sin espacio? ¿Bastan el recuerdo o la palabra?” (48).
En medio de todos estos mapas, algunos intervenidos, otros más bien abiertos, dejados para la observación, encontramos dos que no están intervenidos y enfocan a todo el Perú y no solo a Lima. El primero es una regla escolar, de plástico, que forma el mapa del Perú, el otro es un cuaderno escolar que tiene la portada que mencionamos anteriormente. Hablemos de esta última, porque de ella el autor tomará un elemento, uno solo, que irá desperdigando a lo largo de todo el libro, como una suerte de recordatorio de que hay algo que no está bien. El fragmento 3 y 4 del apartado “Mapas” se dedica a darnos la lectura de Agüero sobre el mapa que aparece en esta portada de cuaderno escolar. Como es notorio, aparece un país que es como un muro, como un obstáculo hecho de cemento y de unos ladrillos duros. Entre los personajes que arman este obstáculo – país resalta una niña sonriente, que es quien tiene el último ladrillo que encaja a la altura de Tumbes. Su figura está en el lugar equivocado, postula el libro, ella está donde no le corresponde, su lugar, para el autor, debería estar más abajo, donde realmente su cuerpo comenzaría a desintegrarse en la oscuridad de los otros cuatro hombres que hacen del Perú un muro/obstáculo.
La niña, o la lectura que se propone de ella, el hacer que esta imagen hable así es una continuidad en el libro. Su presencia no acaba en este apartado, sino que continúa hasta el final del libro, hasta cuando acaban las palabras. Así, no importa en qué sección estemos, la niña vuelve a aparecer. A veces cargando un diente, que reemplaza al ladrillo (72) o a veces cargando dos ladrillos (191), otras veces al lado de unos trozos de rutas, extirpados de un mapa personal (153). La niña es el símbolo de cómo un cuerpo puede convertirse en un trozo que pulula de página en página, y puede, en su fragmento -ya que representa lo que le falta al Perú/muro/obstáculo-, en su exceso, ser completamente algo. Ella interrumpe constante y aleatoriamente para advertirnos, para mantener al lector alerta, para hacerle recordar. Y esto, hasta el final del libro (ver contraportada), cuando solo queda un código de barras que lo identifica como un objeto y ya no como un documento de memoria, de testimonio, de arte.
Incluso el memorial con el que acaba el libro está “escrito” con dibujos, a modo de tensar nuevamente la relación imagen-texto, lenguaje visual/escrito: solo lo pueblan dientes sin cuerpo y esta niña –sonriente siempre– que ya no sostiene nada excepto un gesto: una mano extendida junto a los dientes, que, en principio, servirían para reconocer al Otro, al que ha sido desaparecido. Son fragmentos con fragmentos que componen un memorial. La unión de dientes solos y de la niña en forma de pirámide memoriosa, lo que conforman la larga lista de lo que el lenguaje, la palabra escrita, no puede decir. No alcanza a representar.
Finalmente, encontramos otros restos en la última página del libro. Quiero decir, las señas de dónde fue escrito dice lo mismo, otro salto que reta lo escrito desde lo escrito mismo: “se terminó de imprimir en noviembre”, en tal taller de gráfica, en Lince, pero algo más: este libro usa zapatos. Y son talla 35. Miden 23.5 centímetros del talón a la punta del dedo. Con todo esto, nos preguntamos ¿Cómo hablar de lo que no entra en este alfabeto, sino representándolo con una huella indeleble? ¿Una talla funciona como huella dactilar del libro? A esta lucha apunta este libro, de principio a fin.
Y esta marca que cierra el libro es la que nos permite regresar a un acápite relevante, en tanto se refiere, enteramente, a un personaje que aparece constantemente en la producción de Agüero. Nos referimos a su madre, Silvia, mujer senderista que, como su padre, fue asesinada extrajudicialmente. Ella aparece a lo largo de Persona, en diversas fotografías, algunas intervenidas como los mapas, aunque más nítidamente la encontramos en un extenso poema titulado “La Otra”. Como el crítico Víctor Vich ha señalado, el lenguaje ha colapsado como garante explicativo del mundo, de ahí que la poesía sea un discurso que “no tiene miedo de exponer sus límites y que intenta, tercamente, ocuparse de ese núcleo real que escapa a toda representación” (15). O, diríamos de otro modo, la poesía es un discurso que asume la insuficiencia del lenguaje y que se propone como uno en el que habla de sus propias limitaciones.
En este caso, “La Otra” nos habla de la mimesis entre un cuerpo y otro, pero también de la mímesis en el lenguaje, cito: “Duele dijo entonces /y yo dije “duele””. El yo poético es consciente de lo que hace, lo explica a lo largo del poema mismo, lo desarrolla. De hecho, señala lo siguiente: “Lo mejor será decir / que la seguí en silencio / por los años / humildemente / que fui su copia / que aprendí a comer / de sus sobras cada día / que prendí sus ritmos / sus gestos / sus movimientos nerviosos / que aprendí a latir su corazón / y que todo / fue duro” (111). El fondo y la forma del texto están centrados en repetir voces y movimientos de alguien que ya no está, de alguien que fue asesinado y que fue dejado, en una orilla, como si fuera un resto. Es ante esta soledad, ante este abandono en su muerte que el yo poético se rebela, y recrea otro universo, en el que él la sigue, y la imita, la acompaña. Se mimetiza con ella.
Y aunque sentencia: “La frontera de una persona está en todos lados” (113), sabe que el espacio de creación poética le permite que lo imposible suceda, entonces continúa: “Y yo la seguí /pie con pie/ olvidándome de las fronteras y los bordes/ solo corriendo/ correr y salvarse/ que es la única frontera/ el resto es solo lenguaje / solo artificio” (117). El yo poético que copia, que imita, lo hace hasta en los ultrajes, en los golpes, en los gritos. Se apodera de la experiencia de su madre, se apodera de sus dolores, de sus angustias. Y su objetivo, con todo esto, no es simple, es, por decir lo menos, doloroso: él la copió en “el mundo / para que su presencia no pasara desapercibida / para que al pisar pisara dos veces” (115). Copiarla es un gesto de íntima solidaridad, un gesto para no dejarla sola en ningún momento. El amor en su más puro estado, el que aparece acompañando hasta en el ahogo previo a la muerte, es posible gracias a la poesía que expresa, re-crea, gracias a la ficción ingobernable del poema. Para eso sirve. Para eso existe esta idea, para ser explotada de la única forma en la que podría existir y ser narrada: en el universo poético que permite que lo que queda sea “completamente algo”. Este extenso poema, profundamente visual, representa una acción y otra acción en la que el fin es la necesidad de dejar huellas para ser único, llámese con esto dientes, costillas, ser algo que trascienda algo permita salir de nuestro anonimato y no ser simplemente residuos sin nombre.
La ironía, la risa, la subversión en la poética del resto
El último apartado de Persona, titulado “Residuos”, es la recopilación de dibujos elaborados por el autor en el que los restos, o llamados como él los nombra, “residuos”, se ven como caricaturas de lo que queda de alguien. Estos restos están dibujados, con toda la crudeza como lo que ha quedado de alguien. Vemos cabezas con brazos, cabezas con cuerpos incompletos, un cuerpo semi-destruido hablando con otro. Y pese a la destrucción de su físico, a la casi invisibilidad de su “persona”, estos residuos, hablan. Entonces ingresa el humor.
El lenguaje ingobernable que encontramos en este acápite no es solo el de plasmar dibujos de restos, seres humanos caricaturizados hasta su máxima (y mínima) expresión, sino el humor en sus conversaciones. Los restos se ríen de lo que los otros hacen con ellos: colocarlos en museos, estudiarlos, escribir sobre ellos. Esa rebeldía, ese movimiento de reírse de los académicos, de los investigadores, del gobierno mismo, todo esto que es parte del guion oculto en el que ellos subvierten la realidad. El guion oculto es lo que James Scott llama en Los dominados y el arte de la resistencia, la ironía, la risa, entre otros elementos que constituyen un tipo de resistencia cotidiana. Este guion oculto (“hidden transcript”) es una conducta fuera de escena constituida por las manifestaciones lingüísticas, gestuales y prácticas que confirman o contradicen lo que aparece en el discurso público. Agüero concluye este libro, titulado como lo que fue su contenido mismo (un resto) con trozos de personas, fragmentos de ellas, residuos. Pero lo que impresiona no es solo que estén dibujados, re-representados sobre los que ya se ha elaborado mucho en los 9 acápites anteriores, sino que posiblemente el mayor efecto de este acápite recae en la risa que produce en el lector, una risa con la que nos hace cómplices de la desdicha.
Creo que desde su humor negro estos pedazos de personas nos permiten “contraatacar a la hegemonía visual vigente” (Vich, 2015: 98), y con ello, nos permiten “repolitizar la mirada, con el fin de mostrarla como un dispositivo de interpelación social” (Vich, 98). La fuerza del humor nos permite -luego de la carcajada- a buscar una explicación a nuestro escalofrío, y en ello la potencia máxima de la subversión en la “poética del resto” que propone Agüero desde ese particular lenguaje ingobernable, el de la caricatura de un hombre que ahora es “residuo” y que cuestiona al lector desde la ironía de su condición.
Apuntes finales
No obstante, todo lo señalado, este libro no se agota en esta lectura. Abordar los lenguajes ingobernables de “Persona”, y con ellos, el tema del cuerpo destruido frente a su imposible resistencia al tiempo y a la violencia– y a su conflictiva representación a través del lenguaje, nos plantea, en el fondo, una forma más de hablar de la desconfianza que teje Agüero sobre las palabras escritas. Después de todo, si Los rendidos “fue escrito desde la duda, y a ella apelaba” (14), en Persona efectúa un movimiento semejante no solo en el fondo, sino también en la forma. Para el autor es importante mostrar que el producto “final” no es nunca un producto “terminado”[2].
Así, nada es un producto final en este libro. Menos aún, el libro mismo, todo el material que teje y desteje constantemente en el cuerpo del libro (emails, fragmentos, poemas, análisis de instalaciones, fotos, dibujos, etc.) forma parte del proceso de ensayo/ error, y aprendizaje en el libro. O, dicho de otro modo, todo este libro emula en su materialidad, la complejidad de un resto. Son muchas partes –diez– son muchos trozos que hablan desde muchos lugares, sobre su propia existencia. Hemos llamado a estos lugares y a la forma como ha intentado expresar su existencia problemática y dolorosa, “lenguajes ingobernables”. Por todo esto, por la compleja mirada sobre el dolor y sobre la ausencia de algunos cuerpos, por salir de la ingenuidad y del estereotipo, creemos que Persona es un libro de lectura obligatoria para enfrentarse al miedo “que destruye certezas”, al miedo “de enfrentarse al horror desde un pequeño uno desamparado y confundido” (Los rendidos, 100).
Notas:
[1] Como lo dije en la presentación de este libro, el término “lenguajes ingobernables” es suyo y surgió de una conversación personal.
[2] Esto lo encuentra el lector desde el primer acápite del libro, “Tierra”. Aquí se nos habla de la portada de un libro que el autor leía en su casa familiar, “La buena tierra” de Pearl Buck. Este libro al comienzo de Persona comienza siendo presentado con una portada. No obstante, casi al final del acápite, en el fragmento 20, Agüero señala: “Me corrijo. El libro que leíamos en casa no tenía en la portada surcos ni aves. Tenía las huellas de la sequía, de la tierra quemada…” y coloca la foto de otra portada. Esta práctica de ensayo/error a los ojos del lector que podría esperar la versión final y no la confesión de “me corrijo…” demuestra que parte de la propuesta del libro encaja en mostrar una justificada desconfianza hacia el lenguaje mismo, hacia su funcionalidad, y en ello, se propone también como un honesto ejercicio de tensar los límites de la representación visual por probar hasta dónde es posible cargarla de significados para hablar de lo que todavía no tiene palabras para ser hablado: el dolor.
Obras citadas
Agüero, José Carlos. Los rendidos. Lima: IEP, 2017
—. Cuentos Heridos. Lima: Lumen, 2017
—. Persona. Lima: FCE, 2017.
Guerrero, Victoria. “El cuerpo a cuerpo con la madre: Persona, de José Carlos Agüero Solorzano”.
Scott, James C. Domination and the Arts of Resistance. New Haven: Yale University Press, 1990.
Vich, Víctor. Voces más allá de lo simbólico. Lima: FCE, 2013
—. Poéticas del duelo. Ensayos sobre arte, memoria y violencia política en el Perú. Lima: IEP, 2015.
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*Andrea Cabel García
Doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh. Obtuvo la Maestría en la misma universidad también en Literatura latinoamericana. Investiga sobre memoria, violencia y estudios de las representaciones sociales, enfocados en la Amazonía peruana. Sus artículos han sido publicados en diversas revistas de crítica nacionales e internacionales. Actualmente escribe artículos de opinión en Noticias SER y realiza entrevistas en La Mula.
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