Gonzalo Portals
Cuando una poética se yergue, como sujeto enceguecido, hacia las tinieblas que en su fuero más arcano concentran las luces prematuras, se abren dos caminos, dos posibilidades, dos alternancias: el camino signado por el extravío y el tropiezo; y otro que, comprometido con el hallazgo de lo nimio y lo invisible, atestiguará la gesta del lenguaje y de las obras. En el segundo de los estadíos prefijados operará el soplo y el silencio, no divino, más bien incidental, ya que instrumental es la música que nos hechiza e ilumina, acaso como el flujo incipiente de una creación comandada por el accidente. Asistimos así a la emergencia de un homínido dispuesto sobre una planicie minada de incertidumbres. Una osamenta en pos de carnadura. Incompleta, pues el lenguaje, ríspido como voz recién nacida y filtrada entre las piedras y el humus circundante que obnubilan las ideas, el aún es un aún. Por lo tanto, aquello que es un caminar todavía tortuoso, indefinición de las rutas abiertas por tomar, irá asumiendo, como quien se viste de mínimas certezas y severos desafíos, la formulación que persigue abrumado el esqueleto. Así. Una desinencia tan imprecisa como impostergable. El mundo seguirá su marcha inexacta de los siglos. «Goce es vacío, comunión de abismos, telar de alto humo en movimiento…» Y aunque este clausure sus párpados, todo continuará cual si se tratara de rudimentos planetarios en un boscaje de negrura voluminosa y apretada. Y quizá por eso, o pese a esa insignificancia, el hombre se verá circundado por el miedo y la desazón, se sabrá solo, indefenso hasta la médula y la consumición, y, sin precaverlo, se abismará en sus bordes y convocará indefenso a un desmantelamiento de lo interno, a algo nuevo bautizado o imaginado como angustia. La mostración del humano, muy pronto a ser él el lenguaje mismo de su a(fe)cción, enlace y defensa ante lo otro, fluctuará entre la inmanencia y el desasimiento, y lo suyo, su apostura, sus flexiones, su reincidencia en el equívoco, será solo una réplica minúscula de la orquestación mayor que supone el universo: una dinámica gozosa y sublime en el borde mismo del abismo, la ceremonia certera y perfecta del vacío. En ese avance que simula andar, pero que es en realidad quietud, pasividad indeclinable, lo inmenso resulta el todavía. Todo se avecina durmiente e inmediato. Cuál es el ser liberado a su camino y su patraña. «En la merced de esa flama paridora, tus partículas se mecen dispersas donde sea que bulla el aire y túndrese trópico hervor. Nada te da pensamiento: no eres sino la menudencia de los astros, escoria en los anos animales, pizca en el haber del polen». A expensas del reconocimiento fallido y la constitución germinada apenas como la parte sustituible de un ingenio aún mayor, se cernirá sobre ese ser inverosímil la cobertura de la desolación, y sobre una máscara, hechura de sí mismo, se superpondrá(n) otra(s) que también le corresponde(n). Redundancias esféricas. Andanzas tornasoladas. Multiplicidad del ser y sus costuras. «Hacia tu hora fatal, por fin descubres el disfraz humano: levedad y llanto, orfandad y cacería». Juegos infinitos de rostros, de nublaciones y de máscaras que aluden y apelan a la eternización de la existencia, al tiempo auroral y a la irremediable soledad del humano solo entre sus pares. «Nada que no es huye al designio de lo indestructible, todo se halla en infinito a través del umbral: caos en la materia es miedo, desconcierto de polvo, goce que florece estiramiento para asir, sorber la sombra». Qué decir entonces del quebranto hombre, puesto a batallar desde su inicio. Qué de su chispa mancillada. Y de su protervo deambular hacia la nada. Qué decir de su condición sobreviviente y su lucha despiadada contra un Sí Mismo. La muerte, emblema de la confrontación última con el miedo y sus latencias, atizará los crematorios del tormento. Nuestro hombre se sabrá tropezante. Deliquio y ruindad se aparejarán al interior de un mundo indisciplinado por sus dioses. En este columbario, entendido como la (ab)negación del sino del ave lumen a regenerar sus partes deflectadas y volar muy por encima de un planeta de gris coloratura, nos instala El disfraz humano de Paul Forsyth, una de sus últimas entregas, editada bajo el sello de Buenos Aires Poetry y su serie Pippa Passes. Un poemario que, por debajo del imbricado tejido de palabras que el autor instala ante nosotros, manteniendo su pretensión barroca o neobarroca, barro retórico del propiciador de un nuevo hombre, el mismo, silbo terreno, extracto sonoro de las estepas y las cimas, intenta sin embargo forjar otro magma, materia de circunnavegaciones otras, sin voluntad carnavalesca, más bien indómita en su explanada, generadora en su lenguaje tentacular, uno más cercano al decir primario, como quien profiere vocablos encabalgados antes de dar a conocer uno más sólito, digno de su lengua recién creada. Lo suyo alude a una densidad inicial e iniciática que el mismo lector debe ir liberando de una piedra prisionera, avistar la veta, perseguir la vena, acercar las manos al estigma de las texturas e ir por ese río bastante más nutricio, herencia de muchas otras matrices, para darnos cuenta del fraseo lumínico, en el que dialogan concepciones diversas y donde la poesía se advierte como un atributo, y el hombre como contingencia, sujeto escapado sin suerte de la última tempestad de los tiempos pretéritos para el enfrentamiento novedoso con su yo único e ineludible. Una soledad lúbrica y pura. En esencia, El disfraz humano es un poemario de la errancia del cuerpo y la palabra, de una diletancia reiterada, una porfía cáustica, el iryvenir ya forjado por su autor en un disfraz anterior, y que constituye un ejercicio f(v)ocal para dar el paso, un paso, el mismo paso, hacia el adentro y hacia adelante, única propuesta válida y posible para hallar el Jardín de Apolo, ahí donde danzan milenarias las tres Gracias.