Una crítica con actitud lírica: A propósito de los ensayos de la antología La poesía contemporánea del Perú (1946)
Paulo César Peña
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Una crítica con actitud lírica [PDF]
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La poesía contemporánea del Perú es una antología publicada en 1946, cuyos editores fueron los poetas Jorge Eduardo Eielson, Sebastián Salazar Bondy y Javier Sologuren. Vista en perspectiva, es un hito primordial en la historia de nuestra literatura. La selección de nombres que la compone (Eguren, Vallejo, Adán, Abril, Westphalen, los hermanos Peña Barrenechea y Oquendo de Amat) comenzó a sentar las bases del canon poético peruano del siglo XX, el cual, casi sin mayores variantes o cuestionamientos, se ha mantenido vigente hasta el día de hoy. Asimismo, se trata de una genuina obra colectiva que combina creación y crítica, resultado de la colaboración entre tres figuras significativas que entonces eran unos jóvenes, pero ya muy audaces, escritores. En el volumen, de centenar y medio de páginas, se reúne una serie de breves ensayos elaborados por sus editores, uno por cada poeta elegido. Dichos ensayos, a su vez, son seguidos por un conjunto de poemas, de número variado en cada caso. Salazar Bondy, que escribió el prólogo de la antología, titulado «La poesía nueva del Perú», se ocupa de Enrique Peña y Oquendo de Amat; Eielson, por su parte, se encarga de Vallejo, Adán y Abril; mientras que Sologuren lo hace de Eguren, Westphalen y Ricardo Peña. Como ya se puede advertir, en La poesía contemporánea del Perú, si se la compara con otras compilaciones de poesía peruana que posteriormente han circulado, tanto los antologados como los antologadores son materia de interés para los especialistas y, sin duda, de admiración para los aficionados.
Para la época, a mediados de los años cuarenta, ya no era inaudito que un grupo de poetas armara una antología poética, como en este caso, de alcance nacional. Si se echa una mirada a la región, hacia algunas décadas atrás, se va a encontrar más de un proyecto editorial parecido, es decir, antologías en las que los editores eran poetas en actividad. Basta mencionar algunos ejemplos para dar cuenta de ello. En 1926, apareció Índice de la nueva poesía americana, cuyos editores fueron Alberto Hidalgo, Jorge Luis Borges y Vicente Huidobro. En 1935, en Chile, Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim publicaron su Antología de poesía chilena nueva, mientras que en Argentina, en 1941, Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares elaboraron la Antología poética argentina. En la antología peruana, los jóvenes poetas editores ejercen el papel de críticos. No solo juzgan la calidad de sus antecesores, sino que, también, en conjunto, a partir de la confluencia de ideas presentes en sus ensayos, plantean una nueva esquematización, un nuevo canon, de la tradición local. T. S. Eliot ha señalado que el poeta que redacta textos críticos «en lo más profundo de su mente, si no como propósito explícito, intenta siempre defender la clase de poesía que le gustaría escribir» (2011, p. 335). Su observación resulta muy iluminadora, si se la aplica al caso de La poesía contemporánea del Perú, porque permite concebir las diferentes dimensiones que coincidieron en su realización. Por un lado, alude a los niveles en los que la escritura del texto crítico —que son ensayos en este libro— se divide entre uno explícito y otro profundo, ambos regidos en distintos grados por la conciencia del autor. Por otro lado, hace referencia a la necesidad de ese poeta de defender ante sus coetáneos un tipo determinado de poesía, una que nutre y se nutre de su gusto, es decir, de la mezcla de su sensibilidad con los valores heredados de su canon personal. En la primera parte de la afirmación de Eliot, su atención se centra en los recursos utilizados por los escritores en cada ensayo. En la segunda, su atención se dirige al uso que se les da a esos mismos ensayos en su contexto. Fluctúa la mirada del poeta y ensayista inglés entre los instrumentos a ser empleados en la faena y el motivo por el que se habrá de emplear dichos instrumentos. La crítica peruana, cuando ha decidido abordar a la antología, ha apostado, preferentemente, por esta última línea, es decir, de fijarse en las consecuencias, para sus editores y sus obras, de la publicación de La poesía contemporánea del Perú en la escena literaria local. La otra línea de investigación, la que parte del interés por los recursos escriturales (la conformación de la conciencia eje, la construcción del texto, la constitución de la prosa), no ha merecido más que un par de apuntes.
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Cabe inferir, de acuerdo con el ya citado comentario de Eliot, que los criterios que utiliza ese poeta cuando lee y analiza a otros escritores se sostienen en los valores que apreció en sus referentes más icónicos. Ciertamente, la poesía que le gusta se compone de las obras de ciertos autores. La lectura de ellos ha sido parte de su proceso de formación como poeta. Si intenta defender a esa clase de poesía, es porque debe conocer y valorar sus propiedades, así como estar al tanto de los avatares que implica su realización. Su competencia crítica, esa posibilidad de conocer y estimar las propiedades de los poemas, de no solo gozarlos, fue formada y entrenada con la lectura de esos mismos referentes que, posteriormente, deseará exaltar, rescatar o redescubrir. En realidad, es un mecanismo para conservar y transferir, de una época a otra, un conjunto de criterios estéticos, que, en cada tránsito, son reelaborados inevitablemente por los que ejecutan la operación de trasvase. En ese sentido, la herencia recibida del pasado se convierte en la herramienta de medición del presente. Para que aquella conversión ocurra, debe existir un contexto que empuje al poeta a valerse de su tradición como fundamento de sus decisiones y juicios estéticos. El escenario en el que apareció La poesía contemporánea del Perú se caracteriza por albergar a remanentes de las vanguardias, tanto de corte cosmopolita como de predilección por lo autóctono, además de algunos cultores de una poesía más popular y menos esotérica. Asimismo, se consolida la apertura a otros modos de expresión, provenientes, incluso, de idiomas distintos al español. La poesía en inglés y en francés ocupan una posición preponderante junto a la poesía española. En esos años también se da por sentado, tanto a uno como a otro lado del Atlántico, que existen dos tipos de poesía: una «pura» y una «social». Esta esquematización proponía, puntualmente, que una se decantaba por lo estrictamente literario, mientras que la otra lo hacía por el compromiso político. Miguel Gutiérrez, quien cree en esa división, en su clásico trabajo sobre la generación del cincuenta, señala que la antología es «una suerte de manifiesto poético» del grupo:
En los años 40 existen dos tendencias claramente definidas; por un lado, están los «poetas del pueblo» —Samaniego, Luis Carnero, Alberto Valencia, Gustavo Valcárcel, Eduardo Jibaja, Ricardo Tello y otros—, vinculados al Apra y que cultivan (…) una poesía social-oratoria, y por el otro el grupo purista-esteticista de Eielson, Sologuren y Sebastián Salazar Bondy, cuya antología La poesía contemporánea del Perú de 1946, [sic] constituye una suerte de manifiesto poético (1988, pp. 60-61).
Los poetas editores, es cierto, ignoran el presente y se fijan en sus antecesores. Se trató de un gesto realizado para marcar una diferencia. Luis Rebaza (2000), quien se ha interesado en investigar al grupo generacional entero (incluyendo a Fernando de Szyszlo y Blanca Varela), señala que los miembros de este grupo jugaron un rol protagónico en la adaptación de prácticas culturales de origen occidental al escenario local. Dicho proceso de adaptación se enmarca en un contexto de mestizaje como el peruano. Para Rebaza, considerando este escenario, en la antología no solo se pretendía ofrecer una sistematización más del desarrollo de la poesía peruana en el siglo XX, y con ello la oportunidad de valorar los aportes de los antecesores, sino también se procuraba la creación de un lugar en la tradición para sus jóvenes responsables, al instituir un emparentamiento estético-ideológico con sus figuras más descollantes. Esto explica el gesto de diferenciarse:
Este volumen, por otro lado, no denomina «artistas peruanos contemporáneos» a todos los escritores del siglo XX ni se limita tampoco a los ochos poetas de la selección sino que se refiere, sobre todo, a aquéllos que mantienen «vigente» ese nuevo y muy plástico «sentido artístico» (…) [por eso] llega a extenderse a la incipiente obra literaria de los propios poetas editores (2000, p. 192).
Lo que propone Rebaza es que La poesía contemporánea del Perú fue el mecanismo por medio del cual sus tres responsables se posicionaban ante sus coetáneos con más solidez, ya que proyectaban una imagen, reafirmada con los textos de la antología, que los vinculaba con los autores más importantes de la tradición local. Inmaculada Lergo coincide con Gutiérrez y Rebaza acerca del sentido de la antología: además de significar la instauración de un nuevo ordenamiento de la poesía peruana, se trataba de la declaración de principios de sus poetas editores. Lergo resalta el hecho de que la concepción de poesía esgrimida en sus páginas, y, por ende, el canon que con ella se estableció, se haya mantenido válido tantos años después: «[Eielson, Salazar Bondy y Sologuren] abogaron por la necesidad de guiarse únicamente por criterios estéticos y de calidad literaria. El acierto de estos presupuestos se comprueba en el hecho de que, finalmente, fueron totalmente aceptados y hoy son incuestionables» (2013, p. 37).
Lo que planteaban los poetas editores era que el iniciador de la tendencia contemporánea en la poesía peruana era Eguren, mientras que Vallejo era el más eminente representante. En el prólogo, Salazar Bondy afirma, en representación de los demás, que los autores antologados son «con quienes se hace nuestra literatura digna de asimilarse a las grandes corrientes y con ellos es, por esto, con quienes debe comenzarse toda exposición de la poesía peruana en su más plena y suma vigencia» (1946, p. 13). El atributo que ellos rescatan de los ocho seleccionados es la «puesta al día» que estos han llevado a cabo, en sus respectivas obras, de los recursos expresivos y compositivos de la escritura poética. Esta actualización se hallaba sostenida en paradigmas forjados en Europa, pero que eran moldeados en diversos grados por estos referentes nacionales. El ordenamiento sugerido en la antología dejaba fuera a José Santos Chocano y a Manuel González Prada, quienes, por ese entonces, todavía eran considerados por algunos sectores como los autores más notorios de la poesía peruana; además, excluía a otros autores que por esos mismos años parecían destacar en la escena local.
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Un aspecto de los ensayos de la antología que ha sido poco considerado por la crítica literaria peruana es el referente a los recursos empleados en su escritura. Camilo Fernández, que abordó los ensayos de Eielson con el objetivo de rastrear los lineamientos estéticos que habrían de aflorar en su poesía, es el primero en fijarse en las particularidades de la prosa con la que habían sido elaborados estos textos. Fernández afirma: «La crítica de Eielson se desliza hacia lo poético y manifiesta su predilección por la lectura de Rilke, Rimbaud, Verlaine y Novalis» (1996, p. 70). La lectura de los tres ensayos lo lleva a colegir, entonces, que «Eielson considera que la crítica literaria debe ser poética» (p. 71). Inmaculada Lergo, por su parte, comenta:
Recordemos que a cada selección le preceden unas páginas de comentario, y quiero hacer notar que el hecho de que éstas estén hechas por poetas de la talla de los antólogos les confiere una calidad literaria añadida que se suma, como una feliz singularidad más, a las ya comentadas. Son piezas críticas de una exquisita sensibilidad y de alto valor estético en sí mismas (2013, p. 55).
Se explaya más, en comparación con Fernández, pero ambos inciden en las propiedades formales de estos textos. Los recursos empleados por los jóvenes editores, útiles para conseguir un efecto concreto, que en su caso era convencer sobre la necesidad de proponer un nuevo canon poético, también destacaban por su factura.
Los ensayos de la antología son descritos en el prólogo como «comentarios de impresión». La libertad formal de estos comentarios se evidencia en las descripciones que ellos formulan para referirse a las cualidades de los poemas de los antologados. Así, algunas propiedades sensoriales, como el color, el volumen o la textura, son invocadas constantemente, a través de imágenes que son compuestas por los poetas editores, para transmitir —«para sugerir»— algún grado de valoración estética. Dentro de la tradición crítica local, al menos en lo que respecta a gran parte del siglo XX, no será común cruzarse con ensayos como estos, cuya escritura adquiera, también, un rol protagónico. En estos ensayos, el estilo no es una mera transposición de las emociones del autor, sino que es otra fuente de conocimiento. No es casual que un rasgo como este haya sido acentuado por Eielson, Salazar Bondy y Sologuren. La publicación de la antología implicaba exhibir y validar, ante sus lectores simultáneos —ante la ciudad letrada donde se inscribía el libro—, sus competencias como lectores enterados, juiciosos y sensibles, pero más aún sus habilidades como certeros escritores de poesía y de crítica.
En el pasado, hubo una observación sobre ese mismo aspecto: la naturaleza particular de la prosa ensayística de la antología. En el primer número de Las Moradas, en mayo de 1947, apareció una reseña sobre La poesía contemporánea del Perú que había sido escrita por el catedrático sanmarquino José Jiménez Borja. Salazar Bondy publicó, en el mismo número, en la página siguiente, una nota con la que pretendía «aclarar» los puntos que el reseñista había objetado. La poesía contemporánea del Perú había dotado de poder, al menos en la ciudad letrada limeña, a sus poetas editores. El tono de la respuesta y la posibilidad misma de contar con una réplica en la misma edición de la reseña parece demostrarlo. En dos párrafos concisos, Salazar Bondy señala, primero, que «como bien lo apunta el comentarista, la palabra “contemporáneo” está tomada en el sentido de tendencia o escuela»; y, segundo, que ningún «representante del “indigenismo” […] merece ubicación en una antología en cuya selección ha prevalecido un criterio pura y estrictamente poético. Lo “geográfico y peruano” no nos interesan si no van al socaire de una expresión lírica honda, permanente y esencialmente bella» (p. 98).
Lo curioso es que Salazar Bondy opta por ignorar la última objeción que Jiménez Borja había realizado.
En la reseña, luego de las observaciones acerca de la selección de poetas, se incide en la manera en que han sido escritos los ensayos de la antología:
Respecto de la presentación que precede al libro y a cada una de las partes destinadas a los distintos autores, cabe reconocer su calidad literaria, su elegancia en el escorzo mental, su hondura, su versación en precedentes críticos. Pero no olvidemos que se trata también de poetas: Salazar Bondy, Eielson, Sologuren. Más los dos últimos que el primero, asumen una actitud lírica frente a la poesía lírica […]. Quieren captarla de modo directo y total e irradiarla en fórmulas luminosas. Por eso tiene su actitud algo de trance supremo y su mensaje mucho de litúrgico y profético. […] Juzgo que a la crítica sobre poesía le corresponde un papel más humilde (1947, pp. 96-97).
Sin embargo, los poetas editores pensaban algo distinto.
Los ensayos de La poesía contemporánea del Perú son ejemplos de lo que se ha conocido comúnmente como crítica impresionista. Para cuando Eielson, Salazar Bondy y Sologuren eligieron escribir sus textos, incluyendo en ellos pasajes inoculados de emociones y sensaciones, Alfonso Reyes ya había esbozado algunas características de este tipo de crítica. En un ensayo publicado en 1941, titulado «Aristarco o anatomía de la crítica», Reyes reconoce tres grados de acercamiento de la crítica a la poesía: la impresión, la exégesis y el juicio. En el tránsito de un grado a otro, señala el pensador mexicano, «juegan diversamente la operación intelectual, el mero conocer, y la operación axiológica o de valoración, que aquí podemos llamar de amor; juegan diversamente la razón y la “razón de amor”» (1969, p. 100). La impresión es la capacidad de percibir la obra y es la condición indispensable para entablar una comunicación con ella. Es, en palabras de Reyes, el «denominador común» para todo tipo de crítica.
No obstante, debido a que su soporte —la receptividad de cada individuo— no se ajusta a los requerimientos ni a las expectativas de los académicos especialistas, continúa Reyes, se recibe con desdén cualquier opinión basada en ella. En su defensa, comenta el sentido de este tipo de crítica, a partir de su conexión con la creación. Así como la poesía no tiene como fin suscitar la exégesis, sino «iluminar el corazón de los hombres, de todos los hombres en lo que tienen de meramente humano (…) la crítica impresionista no es más que el reflejo de esta iluminación cordial; no es más que la respuesta humana, auténtica y legítima, ante el poema» (1969, p. 101). En la perspectiva de Reyes, esto ocurre porque detrás de dicha impresión, que no es más que la expresión de las emociones provocadas por la obra, hay un «aficionado», un «amador», para quien el poema es una realidad, una parte de la vida. Esta situación lo lleva a concluir: «Hasta puede ser que la crítica impresionista no sea tal crítica, en el sentido riguroso de la palabra, y conserve por sí misma un alto valor poemático» (1969, p. 103). En la crítica impresionista la razón de amor se impone por encima de la razón a secas.
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Es muy probable que los poetas editores leyeran a Reyes. Ocurre lo mismo con Paul Valéry. De hecho, el francés no era un autor cualquiera para el grupo. Según el testimonio de Szyszlo, el poeta y ensayista era uno de los eslabones de su amistad artística: «Nos ligaba el reconocimiento instintivo de que luchábamos por las mismas cosas, que leíamos los mismos libros y admirábamos a los mismos artistas. Éramos lectores de Rilke, de Neruda, del Cementerio marino de Valéry y de Vallejo» (2012, p. 279). Así que sus postulados debieron calar desde muy temprano en ellos. Uno de ellos, contenido en un ensayo de 1935, consistía en dividir a la crítica en dos: una de mentalidad prosaica que agobiaba al lector con conocimientos inútiles y otra que sí le brindaba los conocimientos poéticos necesarios. En la crítica prosaica el poema es tratado como un mero discurso, explicable y medible, de accidentes sistematizables. Esta clase de práctica hermenéutica es como una suerte de armatoste que, de ser desarticulada, quedarían como «simples posibilidades verbales sus espejismos abstractos, sus sistemas arbitrarios y sus perspectivas difusas» (Valéry, 2010, p. 199). De acuerdo con su punto de vista, esta crítica afecta al sentido del arte, ya que antepone las precisiones vanas y las opiniones convencionales a «la precisión absoluta del placer o del interés directo estimulado por una obra» (p. 202). El poema, entonces, deviene en un instrumento para evaluar otros saberes, en un mero contenedor de temas. Como parte de esa crítica se podría considerar a aquellos abordajes que solo buscan amparo en la biografía del autor, en el contexto en que se produjo la obra, o en las doctrinas, mas no en lo esencial del texto.
Valéry no descarta estos conocimientos por completo. Los cree útiles, pero no en la misma manera en que lo hacen los críticos a los que se opone. Para él, «[habrá tiempo para todo lo demás] cuando hayamos avanzado lo suficiente en el conocimiento poético del poema» (p. 202). El otro tipo de crítica, aquella por la que él aboga, se dedica a profundizar en aquel conocimiento poético, «de manera que nuestra voz, nuestra inteligencia y todos los recursos de nuestra sensibilidad se hayan combinado para darle vida y presencia poderosa al acto de creación del autor» (p. 202). En otras palabras, Valéry sugiere practicar una crítica que logre activar la receptividad del lector, no solo en el plano intelectual, sino también en el emocional y sensorial. No se trataría, por lo tanto, de solo procesar y redistribuir información para él. Habría que generarle una situación en la que escape de la lógica común del discurso y abra su percepción al influjo de las palabras. Valéry anota que la exploración en este ámbito, el de la recepción poética, por parte del poeta, puede ser beneficioso para su trabajo creador, al que luego concibe como un acto de «transmisión de un estado poético» al lector. Queda en evidencia, así, la relación en el poeta entre el estudio y la creación. Sin embargo, también se puede reconocer, tangencialmente, algunas de las características de la crítica que opte por no caer en lo prosaico:
[Hubo otros poetas] un poco más exigentes [que] trataron de construir, mediante un análisis cada vez más fino y preciso del deseo y del goce poético y de sus causas, una poesía que nunca pudiera reducirse a la expresión de un pensamiento, ni traducirse por lo tanto en otros términos sin parecer. Supieron que la transmisión de un estado poético que compromete todo el ser que siente es algo distinto de una idea. Comprendieron que el sentido literal de un poema no es, y no efectúa, todo su fin; que por lo tanto no es necesariamente único (p. 206).
Además del efecto buscado entre sus coetáneos, que ya quedó a la vista que era el posicionamiento de los poetas editores en su ciudad letrada, hay otro efecto, propio del tipo de crítica al que se adscriben los ensayos de La poesía contemporánea del Perú. Había que procurar que el lector sea estimulado no solo por medio de ideas, lo que reduciría esta comunicación a un plano intelectual, sino que también debía afectarlo, o motivarlo, en lo emocional y sensorial. Se trata, entonces, de intentar retransmitir ese «estado poético» que suscita la obra atendida. No son solo ideas, es decir, no basta con la descripción o la definición del fenómeno poético y sus componentes. Hay que sugerirlo, invocarlo, imaginarlo.
En un ensayo distinto, escrito en 1944, Valéry describe las características del estado poético. Es así como lo compara con el sueño:
No obstante, nuestros recuerdos de sueños nos enseñan, por una experiencia común y frecuente, que nuestra conciencia puede ser invadida, colmada, enteramente saturada por la producción de una existencia cuyos objetos y seres parecen los mismos que los de la vigilia; pero sus significaciones, sus relaciones y sus modos de variación y de sustitución son totalmente distintos y nos manifiestan sin duda, como símbolos o alegorías, las fluctuaciones inmediatas de nuestra sensibilidad general, no controlada por las sensibilidades de nuestros sentidos especializados. Es aproximadamente de igual modo que el estado poético se instala, se desarrolla y finalmente se disgrega en nosotros (2010, p. 238).
Así como el sueño, el estado poético, en palabras de Valéry, es irregular, inconstante,
involuntario, frágil y súbito.
Esta forma de crítica es la que se presenta, al reparar en sus rasgos escriturales, en La poesía contemporánea del Perú. En esos ensayos de Eielson, Salazar Bondy y Sologuren se intenta generar el estado poético que ellos sintieron por los poemas de cada autor seleccionado. Es cierto, la recepción no será idéntica a la del lector, puesto que cada uno posee una propia manera, pero el gesto de evocar sus efectos, de procurar insinuarlos, como un mecanismo para formular —exiguamente, por supuesto— las propiedades más relevantes de la poesía de cada uno de los poetas elegidos, deviene en una operación cuya ejecución es de mayor exigencia y, por tanto, útil para exhibir el dominio de determinadas competencias ante el resto de los coetáneos. La antología, dado que era parte de un proyecto combativo y polémico, debía demostrar coherencia para ser atendida de manera inmediata. En ese sentido, los poetas editores se sirvieron de la libertad de la escritura ensayística para llevar a cabo este tipo de crítica lírica, pues su ejecución también era otra manera de marcar distancia con los sectores opuestos a ellos en la ciudad letrada limeña.
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La reflexión de Eliot sobre los poetas que hacen crítica, citada líneas atrás («en lo más profundo de su mente, si no como propósito explícito, intenta siempre defender la clase de poesía que le gustaría escribir»), es cierta, también, por la propia naturaleza del ensayo. En el texto no solo se encuentra presente el propósito explícito del ensayista. Hay otra parte que se comunica con, como lo denomina Eliot, «lo más profundo de su mente». En los ensayos se presenta una indagación interior, una que le pertenece —y le preocupa tan solo— al propio ensayista. Por eso, es posible leer los textos de la antología como instrumentos fidedignos para revelar en cierto grado la conciencia de sus autores. Debajo de la superficie en la que se desarrollan las ideas, los argumentos, los juicios, se halla operando la conciencia del ensayista. Aquí se ocupa de esas cuestiones que lo atañen en un plano más íntimo, de esa parte de sí mismo que no posee y que trata de descubrir o construirse. Estos vaivenes no saltan a la vista en el ensayo, pero están allí. La ejecución del ensayo, es decir, la continua sucesión de pensamientos, indagaciones, emociones, confesiones y más, de la que son —somos— testigos y protagonistas los lectores, es una puesta en escena de las resoluciones que tomó el ensayista ante una duda o inquietud que lo asaltó. No siempre el trabajo de exploración termina, aunque el texto sí. Al respecto, Martín Cerda afirma que el ensayo es
[…] siempre ocasional, en el sentido de que está regularmente ocasionado por un objeto, y, al mismo tiempo, provisorio, en el sentido de que no cesa nunca de buscar la forma cerrada del sistema. Esto explica que en cada ensayo donde los demás descubren valores,
verdades, ideales y certezas, el ensayista sólo encuentre problemas, incertidumbres y despistes (2008, p. 39).
Los ensayos pueden ser concebidos como herramientas textuales válidas para hurgar en el sentido de las acciones ejecutadas, en ese momento y después, por los involucrados en su producción. En los ensayos de la antología, la superficie deja ver, en cada caso, el análisis de las obras de los autores seleccionados. En su profundidad yacen, más bien, las inquietudes por la naturaleza de la poesía y las condiciones del ser poeta.
En los ensayos dedicados a revisar la poesía de los autores seleccionados, la atención de los poetas editores fluctúa entre dos extremos. En uno descifran —o tratan de hacerlo— las experiencias que el poema les sugiere y estimula, de modo que la lectura interpretativa es encarnada por ellos. A partir de su percepción del poema (o de los versos que resaltan), los poetas editores se convierten en sus propios instrumentos para captar y retransmitir el estado poético en cada caso. En el otro extremo, por su parte, tratan de describir los rasgos principales de cada poética. Aquí tienen como eje a la figura imaginada del autor respectivo. Se valen de un lenguaje cifrado y construyen escenas en donde participan activamente los sentidos (colores, volúmenes, texturas, movimientos). Se mezcla la apreciación por la producción escrita con la contemplación o narración, dependiendo del caso, de las imágenes creadas. En ambos extremos, las inquietudes mencionadas, propias de los poetas editores, se entrelazan sutilmente con los criterios de valoración, los que se aplican en los poetas que conforman la muestra.
La imagen poética es el recurso principal en este tipo de escritura. Octavio Paz (1998) la ha definido como un producto imaginario de la mente. Se encarna en una forma verbal, frase o conjunto de frases que dice el poeta. El lenguaje común, con un fin preciso, no recrea lo que representa o describe, indica Paz. Solo la poesía evoca el momento de la percepción. Esta visión es equiparable con la de Valéry respecto del efecto poético. Por eso, destaca el premio nobel mexicano, la imagen preserva la pluralidad de significados de la palabra, sin que quiebre la unidad sintáctica de esa frase o conjunto de frases. La diferencia sustancial de la imagen con los conceptos es que en estos últimos, el contenido —ese sentido, ese significado, particular— puede ser dicho de otra manera por las palabras, bajo el amparo de la razón. En cambio, el sentido de la imagen se halla anudado a ella, es la imagen misma. No es posible decirlo con otras palabras. No en vano María Zambrano, a quien es pertinente recordar ahora, ha sostenido en un tono parecido que «cuando parece agotado ya el camino de la dialéctica y como un más allá de las razones, irrumpe el mito poético» (2006, p. 18). En su caso, hacía alusión a Platón y su preferencia por la filosofía antes que por la poesía; sin embargo, no deja de ser útil su observación para comprender el uso de la imagen poética en la crítica impresionista. Es el medio para expresar aquel estado poético que suscitó la obra atendida.
Detrás existe, por supuesto, una contraposición entre dos operaciones cognitivas propias del ser humano: la percepción sensorial y el pensamiento lógico. El poeta opta por priorizar su acercamiento a la realidad por vías paralelas a la razón. Esta es una idea clave en la que coinciden Reyes, Valéry y Paz, lo que deja al descubierto una continuidad de criterios que, en ese instante, es adquirida y aplicada por los poetas editores en La poesía contemporánea del Perú. En su consideración, la poesía se asocia con un acto de apertura de la sensibilidad del sujeto, y encarna, así, una explosión de estímulos sugeridos por la palabra, canalizados a través de la imagen poética. En ese tránsito irrefrenable de la creatividad, la razón (analítica, juiciosa, práctica) se convierte en un obstáculo a veces infranqueable. El discurso sometido a la razón se caracteriza por mantener la coherencia y la cohesión en su construcción textual, así como la claridad expositiva y argumentativa, lo que influye en la constitución de la prosa a ser empleada. Por ello, Valéry plantea un paralelo entre la prosa y la marcha, el mismo que ocurre entre la poesía y la danza. La prosa apunta a un objeto preciso, señala el autor francés: «Es un acto dirigido hacia algo que tenemos la finalidad de alcanzar» (2010, p. 247). La poesía, en cambio, es distinta. Apunta Valéry sobre ella: «Sin duda, es un sistema de actos, pero que tienen su fin en sí mismos. No va a ninguna parte» (p. 247).
Paz señala que la prosa puede ser portadora de la libertad si se deja someter por el ritmo y ya no por las exigencias del discurso. Así pues, instrumento de análisis, domadora del habla, marcha del pensamiento, la prosa puede ir más allá de la razón:
El carácter artificial de la prosa se comprueba cada vez que el prosista se abandona al fluir del idioma. Apenas vuelve sobre sus pasos, a la manera del poeta o del músico, y se deja seducir por las fuerzas de atracción y repulsión del idioma, viola las leyes del pensamiento racional y penetra en el ámbito de ecos y correspondencias del poema (1998, p. 69).
En este procedimiento, según anota Paz líneas más adelante, «el discurso vacila y las palabras se echan a bailar […]. Sólo la vuelta a lo concreto, a lo palpable con los ojos del cuerpo y del alma, devuelve su equilibrio a la prosa» (p. 90). Los ojos del cuerpo, las sensaciones, y del alma, las emociones, son abiertos en la escritura cuando el ritmo invade a la prosa.
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En los ensayos de La poesía contemporánea del Perú, los recursos escriturales que son empleados coinciden con la observación de Eliot, referida páginas atrás. Él menciona que en los textos que escribe el poeta existe un nivel explícito y un nivel profundo. Ambos están asociados con las intenciones y las competencias del autor del texto. Es así como resulta posible reconocer tres aspectos: la conformación de la conciencia eje (el autor), la construcción del texto (el nivel explícito) y la constitución de la prosa (el nivel profundo).
En el caso de la conformación de la conciencia eje de los ensayos, es decir, la manera en que se presenta el yo que articula las ideas expuestas en el texto, se trata de una instancia que no distingue, por ocasiones, al autor real del autor textual de los poemas. Sin duda, conociendo el bagaje de los poetas editores, ellos realizan esta equivalencia como un recurso estético, con miras a producir un efecto en el lector. Esto se evidencia cuando aluden al autor real, en un primer momento, para que, poco después, inscriban bajo la misma denominación del autor real a una entidad que se halla dentro de una dimensión diferente. Eielson opera así con, por ejemplo, Martín Adán. Primero lo sitúa como una entidad con la que comparte la misma realidad:
Todo él es pregunta, sustancia de pregunta, de cada verso, de cada poema suyo emerge la pregunta arrebolada, en llamaradas de asedio por algo que ya no es o no será nunca él. De su propia palabra oral he podido confirmarlo: toda mi poesía es de tono elegíaco, ha dicho (1946, p. 69).
Líneas más adelante, el sujeto de carne hueso y el personaje textual se confunden a los ojos del ensayista:
Martín Adán, poeta, ser de cuerpo entero, contemporáneo y complejo, celoso de su humana forma de la cual extrae cuanto ella tiene de esencial, de eterna y mortal a la vez, se resuelve en poesía. Sabe que la vida es ese estar en el mundo, asistemático, brutal, aunque hermoso, cargado de las más oscuras acechanzas, pero barrido también por un misterioso viento, umbría y enjoyada escoba del Señor (p. 71).
Salazar Bondy también recurre al mismo ejercicio con la figura de Enrique Peña: «Me imagino a este poeta en su altísimo y atormentado confinamiento» (p. 119). Y luego de leer su poesía anota: «He aquí el fantástico mundo en que mora, solitario en su opulencia de lágrimas y sueños; mundo que lleva en sí, que de él sale para a él volver en parabólica trayectoria» (p. 123).
El nivel explícito se vincula con la construcción del texto, ya que este se ordena y configura de acuerdo con la necesidad comunicativa que habrá de cumplir, así como por las convenciones que estipula el género de escritura en que se encarna. Permite advertir de qué manera se ha dispuesto la información del texto, lo que, a su vez, contribuye en reconocer las intenciones del autor. Aquí hay que recordar el horizonte ideológico en el que se inscribe el texto, además de los rasgos del contexto en que es producido. En el caso de los ensayos de la antología, si se considera este aspecto, se observa que Eielson se distingue ligeramente de Salazar Bondy y Sologuren en los caminos que siguen para abordar a los poetas que deben revisar. Estos dos priorizan el acercamiento a los poemas de los autores respectivos. En el proceso, el poeta es leído como si fuese una proyección de su poesía, y no como una entidad aparte. Eielson, por su parte, opta por sumergirse en una reflexión previa sobre la poesía, para, de allí, recién dedicarse a rescatar los rasgos más notorios de los poemas del autor que revisa. Los siguientes fragmentos son las primeras líneas de los ensayos escritos por los poetas editores y son útiles para advertir algunas diferencias entre ellos. Sologuren aborda a Eguren de modo que las descripciones que parece hacer de su figura le corresponden más bien a su producción escrita:
Habíamos de conocer un Eguren acechante de la noche —húmedos y brillantes ojos y mágico pavor de niño débil— dulce presa a la hechiza solicitud de un paraíso de rara ley y alucinante urdimbre, musical y colorista, donde su furtiva palabra hubo de trazar algún sentido (p. 17).
Salazar Bondy también describe la poesía del autor, en este caso, Carlos Oquendo de Amat, cuando aparenta indicar los rasgos de este como individuo: «Sólo un documento nos ha dejado este noble pasajero de la poesía que estuvo entre nosotros con endeble apariencia de fino esteta y ángel rebelado» (p. 147). Eielson, en cambio, cuando le toca afrontar a César Vallejo se detiene en pensar sobre el sentido de su propia palabra en el concierto de voces críticas alrededor de dicho autor. Sobre Vallejo afirmará: «Cuanto se escriba o diga sobre César Vallejo tendrá siempre sabor a letra impresa, olerá a tinta o se quedará en la corta boca humana, sin rebasar la una ni la otra, sin alcanzar sus alejados reductos estéticos y humanos» (p. 37). Cuando le toca leer a Martín Adán, una cita de Rilke le permite ordenar sus propias ideas sobre la poesía. Cuando le corresponda Abril, directamente se enfocará en su obra.
Tanto en uno como en otro caso, es notoria la presencia de imágenes poéticas. Para lograr su efecto, los poetas editores apelan, no solo a describir sus imágenes, sino a preparar una atmósfera emocional. Sus voces sienten, juzgan, prueban, las situaciones que nombran, los fenómenos que invocan. Ciertos sustantivos, ciertos adjetivos así lo muestran. Precisamente, el nivel profundo se corresponde con la sensibilidad del autor. Bastaría ofrecer un fragmento más para dejar en evidencia la manera en que la prosa es constituida para que revele lo que el ensayista siente. Sologuren, a propósito de la poesía de Emilio Adolfo Westphalen, escribe:
Cómo se siente esta totalidad de poesía, lumbre esencial de soledad humana, místico desvelo que irradia desde la más hundida veta del ser hombre. Sol puesto en un recodo de la sangre, enclavado en ella, en su tormenta. Magnífico sol, acostado en sus espumosas olas, la clarísima luz de sus poemas va derramándose en denso y raudo caudal de maravilla cósmica. Espejo puro donde navegan las imágenes del orbe, jubilosas, dorada, libre por conjuro del entrañado e indecible calor de la vida (1946, p. 88).
Los ensayos de La poesía contemporánea del Perú destacan, como se ha tratado de demostrar, por su capacidad de despertar el estado poético en sus lectores, empleando para ello a la imagen poética. De ese modo, apelan a activar la sensorialidad y emotividad de esos mismos lectores para que su encuentro con la poesía sea menos trabajoso que de costumbre. En esta clase de crítica de poesía, escrita con actitud lírica, se impone la subjetividad del autor, concebida esta como un mecanismo más para captar y procesar información proveniente del poema. La interpretación y la valoración de los textos, en la crítica con actitud lírica, no se sustenta únicamente en argumentos racionales, sino que recoge las impresiones de la realidad, tanto interior como exterior, del que escribe. En una época en la que se busca la conciliación de lo racional con lo emocional y lo sensorial, en desmedro de las divisiones tajantes del pasado, la práctica de crítica impresionista no será para nada impertinente, menos aún en la literatura local, cuando ya han existido referentes tan relevantes como Eielson, Salazar Bondy y Sologuren con su antología de 1946.
Bibliografía
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