“No se muerda las uñas, compañera”, un cuento de Óscar Colchado

La narrativa de Óscar Colchado pertenece a lo que la crítica ha denominado como literatura de la violencia política, donde acompaña a escritores como Dante Castro, Julián Pérez, Pilar Dughi, entre otros. El también autor de Rosa Cuchillo (1997), en el cuento No se muerda las uñas, compañera muestra fehacientemente el miedo y la forma en la que se reclutaba a jóvenes en los alrededores de la provincia limeña en el contexto de la guerra interna suscitada en los años ochenta. Dicho texto pertenece al libro La casa del cerro «El Pino» (2012), el cual presenta una progresión temática que parte desde la cosmovisión andina, pasando por la violencia y finaliza con la convergencia de los temas en el cuento que le da el título. El presente relato manifiesta dos voces narrativas: la primera, en tercera persona, nos ejemplifica la manera en la que se instigaba a los menores a realizar actos “en nombre de la guerra popular”; la segunda, en cambio, se trata de una narradora en primera persona (personificada en la madre), que nos cuenta cómo se reclutaba a los jóvenes para adherirse a las filas Sendero Luminoso. Este cuento, en ese sentido, suscita reflexiones no solo en torno a la guerra interna vivida en el país, sino también respecto al sufrimiento y el trauma de quienes la padecieron.

No se muerda las uñas, compañera

Óscar Colchado Lucio

Ella tiene el brazo levantado. El negro cañón del arma apunta directamente hacia la cabeza del hombre que asoma por medio de la calle, ajeno al peligro. Más allá, a solo media cuadra de distancia, la camarada Rocío observa la escena, expectante. Sí, camarada, ese es el hombre que tiene deuda con el partido. Maritza intenta jalar el gatillo. El nacarado revólver marca Tíver, calibre 32 de cañón largo, rebrilla con ese sol que se desliza por los cerros y punza la parda tierra. Yo soy su madre, señor comisario, y ella, por ser mayor, era como la madre de mis hijitas menores; y no me explico por qué se fue a vivir a la casa de la Marcela, una mujer que tiene su puesto en el mercado central y dicen que es senderista. Maritza tiene los ojos entrecerrados. El dedo se resiste a presionar el gatillo. Es notorio el silencio en esa calle a mediamañana.

El hombre avanza unos pasos. Algo lo inquieta. Todo indica que va a volver el rostro, pero por un extraño pálpito, no lo hace. El negro cañón del arma apunta directamente hacia la cabeza. La calle es larga y pedregosa. Es un enemigo del pueblo, camarada; por culpa de él ya han sido arrestados o han caído abatidos nuestros compañeros en manos de la policía. Más allá, a solo media cuadra de distancia, la camarada Rocío observa la escena, expectante. Sí, señor comisario, como le decía, ella era como una madre para sus hermanitas, las atendía toda vez que yo salía a trabajar temprano y no volvía sino hasta la noche. Las chiquitas estudiaban en la mañana y mi Maritza en la tarde. Les preparaba el almuerzo y corriendo se iba a su colegio para no llegar tarde. Maritza respira hondo, su corazón late aceleradamente. Tiene la mirada fija, congelada en el objetivo. La orden es bien clara, camarada: eliminación de los enemigos del pueblo. Repentinamente, el hombre vuelve la mirada. Sus ojos se abren con desmesura. Es grande su sorpresa. Quien lo apunta es una niña de alrededor de trece años, que viste raído uniforme de colegiala. Tiene los cabellos largos y las piernas flácidas y pálidas. El nacarado revólver Tíver que empuña, rebrilla con el sol que se desliza por los cerros y punza la parda tierra. Por hacer el almuerzo para sus hermanas, a veces llegaba tarde al colegio, señor comisario. De eso aprovechó Rocío, la hija de Marcela, que estaba en quinto secundaria y cuidaba en la puerta de los tardones de primera año. Allí dicen que le hablaba de la difícil situación económica que padecemos los pobres, de las injusticias que había en nuestro pueblo, de los abusos de las autoridades, y qué más sería, señor comisario, hasta convencerla de ingresar a una “escuela popular”. La calle es larga y pedregosa. Las viviendas muy pobres. Algunas de esteras, cartones y latas. Solo una que otra construcción de material noble se alza inconclusa. Hay desconcierto en la mirada del hombre. Da unos pasos con intenciones de dirigirse a ella, pero algo lo detiene. Sonríe levemente como advirtiendo a la niña que no haga bromas de ese tipo. Sus ojos achinados, la piel trigueña de su rostro, el lacio cabello negro, parecen imprimir en ella algún terrible recuerdo haciendo aflorar en su rostro una cólera furibunda. Y, aunque hace esfuerzos por apretar el gatillo, no sale ningún disparo. Es un soplón, camarada, por culpa de él cayeron nuestros compañeros abatidos por la policía. Un día desapareció mi hija, señor comisario. La busqué por todo el asentamiento humano, hasta que alguien me dateó diciendo que estaba aquí nomás, en Huaycán, en la casa de Marcela, la mamá de Rocío. El hombre observa el gesto decidido de la muchacha y se alarma de veras cuando oye decir a Rocío con voz estentórea ¡Dispara! ¡dispara! Asustado, echa a correr calle abajo, pero tropieza o resbala apenas da unos pasos. Entonces fui a la vivienda de la Marcela y me la traje, casi a la fuerza. No quería volver a la casa, señor comisario. Tampoco la Marcela me la habría entregado si no hubiera sido porque la amenacé con traer a la policía. Las viviendas eran muy pobres. La calle es larga y pedregosa. Solo una que otra construcción de material noble se alza inconclusa. Sin embargo, ya nada en la casa fue igual, señor comisario. Se volvió desobediente, contestalona, ya no quería ir al colegio y solo a veces nomás les preparaba comidas a sus hermanas. Hasta que, como dice el dicho: la cabra tira al monte, un día depareció de nuevo, y no volvió más. Corriendo llegar Rocío junto a Maritza, ¡Dispara! ¡Dispara!, le grita. Maritza retrocede, intenta disparar, pero una vez más, no puede hacerlo. De un salto, Rocío ya está junto a ella. Intenta quitarle el arma, pero no puede porque Maritza se resiste. Forcejean. Es urgente eliminarlo, camarada, como presidente del Comité de Autodefensa de Huaycán, está haciendo gestiones para que entre el ejército y nos barra. ¡Entonces disparemos las dos!, dice Rocío con desesperación viendo que el hombre echa de nuevo a correr. Apuntan, Maritza cierra los ojos y disparan. El balazo impacta en la espalda del hombre, haciéndolo desplomarse. No se muerda las uñas, compañera, hablamos en serio. Tienes que rematarlos, ordena Rocío, intentando llevarla a empujones; pero ella llora y se resiste. El hombre se revuelca herido en el suelo. Sí, veo que en ese parte policial tiene anotado, señor comisario, las intervenciones de mi hija en la llamada lucha armada por los terrucos. ¿A ver? ¡Qué horror!: voladuras de torres eléctricas de alta tensión, asalto a bancos pidiendo cupos de guerra, incineración de buses en los paros armados y responsable de una célula de senderistas adolescentes. ¿Y su padre, dice usted? Él bien, gracias, señor comisario. Una vez que nos abandonó a mí y a sus tres hijas, nunca más volvió a casa. Se fue a vivir con su amante más arriba nomás, en la zona G de Huaycán. Rocío corre con el arma humeante aún y sin miedo le descerraja dos tiros en la cabeza que hacen convulsionar al hombre. Seguidamente, saca de entre sus ropas un trapo con letras inscritas y lo extiende sobre el cuerpo ensangrentado que aún tiembla con los estertores de la muerte. El trapo exhibe los símbolos de la hoz y el martillo, y en letras grandes se lee: “Así mueren los enemigos del pueblo ¡Viva el PCP!”. El silencio de la calle se despereza después de los disparos. Tres cuadras más arriba, se oye un silbido. Vámonos, le dice Rocío a Maritza, el compañero de la contención avisa que nos retiremos. Maritza no puede correr. Rocío la abraza y le ayuda a avanzar. Ya te fogueaste, compañera, le dice, ya tienes tu primera víctima, felicitaciones. Yo no lo maté, dice ella como ida. Sí, fuiste tú, insiste Rocío. Y guárdate de decir que no lo hiciste, porque el partido puede someterte a juicio por no acatar la orden.

A unas pocas cuadras, saliendo de una angosta calle del asentamiento humano, les espera un individuo. Es el de la contención. Apresúrense, compañeras, les dice, huyamos antes de que llegue la policía. Y mientras corren, oyen a la distancia ruidos de sirenas, pitos, bulla de la gente. ¿Y dice usted, señor comisario, que capturaron a mi hija cuando deambulaba como sonámbula por el centro de Lima? ¡Jesús!, en lo que tenía que acabar mi pobre hijita después de matar a su padre.

[De La casa del cerro “El Pino”. Arequipa: La Travesía; pp. 35-41.]

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