Un cuento de Alejandro Peralta

Alejandro Peralta, el poeta de AndeEl Kollao, nos presenta un relato publicado en El cuento puneño de José Portugal Catacora. 

¿………?

Alejandro Peralta

ENRIQUE ASTORGA, caprichoso y huraño, era un muchacho loco… Su conversación hacía el efecto de un vaso de buen vino. El exquisito aristocratismo de su léxico, captó las más selectas simpatías. Su talento poseía la torrrencialidad de lo genial. Toda vez que hablaba, dejaba en los oyentes una tenue tristeza… Se hubiera dicho que un fuerte sufrimiento íntimo, a pesar de los esfuerzos que hacía por ocultarlo, brotaba por sus labios, envuelto en los dorados hilos de su charla ligera… Siempre que departía en un coro de amigos, nunca usó de los formulismos de etiqueta, sino que, súbitamente, se apartaba cabiloso [sic], bajo los ojos, como si en el enlozado de la calle persiguiera una sombra… A todo esto no le dábamos un ápice de importancia; pues que, hondamente compenetrado estábamos de la volubilidad de su temperamento sutil.

Enrique Astorga, el muchacho asaz estigmatizado, aportaba a una vida de voluntaria reclusión. Metido en su cuarto desde las diez de la noche, ―hora en que comenzaba a rebanar su cerebro a la macabra luz goyesca de un pedazo de espelma― no salía hasta las ocho de la mañana del día siguiente.

En el espacio de la nocturnidad, cuando su cuarto rígido de silencio se asfixiaba en lo negro y, la espelma, sobre la mesa llena de papeles en desorden roseaba amarillosa luz, el ruido febricitante de la pluma hacía que cesara de escribir y levantara la vista para luego elevarla con una abstracción aterrada en la trémula flama…

(Rudamente intempestivo el ladrido de un perro rasgando la mudez de la hora, el diabólico correteo de los gatos por los tejados, y lenta y plañidera una guitarra a la distancia, humedecían el cansancio de la noche, con sus lágrimas).

Enrique, sentado ante el estatismo de la mesa con la cabeza entre las manos, abismábase en el caótico laberinto de los libros… Temblaba de angustia, de miedo… Y sentía palpitar su corazón con tanto ahínco como si le estuvieran dando de pedradas.

Amanecía…

El sol asaeteaba la oscuridad lastimosa de su cuarto. La vida, penetrando por los vidrios opacos, como una condenación de música y colores, enjoyaba con oro de ilusión las paredes negruscas [sic].

De pronto crujía la puerta.

― ¡Enrique!… ¿Has amanecido bueno, hijito?…

Era su madre. ¡Esta piedad única! Y, esa frase, guardada de un infinito de consolación, le impedía las lágrimas.

― ¡Sí, mamacita! ―le contestaba, ahogando entre las frazadas de su cama las ansias de gritar―.

En el patio claridad celeste del cielo diáfano y penetrante aroma de madreselva en flor. ¡Poesía! La gárrula orquestación de cristalinas voces revoloteando como canarios libertados, producían una fresca sensación tónica.

― Papá, me voy al trabajo. Mamacita, hasta luego.

De parte de su familia todo era palabras de contentamiento, manifestaciones de felicidad. Enrique era el dolor fluctuando en un tumulto de alegrías.

Fuera. La ciudad con sus calles cortas, con sus casas de humildad campesina, con el manso rumor de sus transeúntes pacíficos, se adormía en la sencillez monástica de su vida tranquila. Y Enrique, aguijoneado por su espíritu febrilmente cambiadizo ante el cuadro vacío, terroso de su pueblo, se fastidiaba enormemente.

Pero, ¿por qué no hacía un empuje de voluntad y se marchaba?

¡Ah!… Era que su corazón forjado a fuego de dolor ejercía una capital diferencia sobre el rancio isocronismo de los corazones encanallados; era que a quien puso vibración a su pensamiento, claridad en su espíritu y emoción en su corazón, debía amar intensamente, inextinguiblemente. Así como tras la fúnebre oscuridad de la noche vuelve el sol en una apoteosis de estetismos y de coloraciones portentosas, así también para Enrique hubo un chispazo de amor; y ese chispazo vino a concretarse en una mujer: pálida faz de marfil sagrado, grandes ojos negros ensoñativos y tristes, rojos labios y, como signo de superioridad espiritual, amplia frente nublada de meditación y tristeza. Había sido educada entre el barullo babilónico de la urbe capitalina, al frente de corrupciones subyugantes, rodeada de vicios, cuyos caireles chispeaban y tintineaban aladinescamente sugestivos. Muy fácilmente pudo haber sucumbido en el vértigo. ¡Pero, no! Sustancialmente poseída de que la supremacía del espíritu la divulga la carne, se conservó indomable, irreductible, divina.

Enrique debía ingresar a su trabajo a las nueve de la mañana en punto; y, para esto, le sobraban muy pocos minutos.

Antes leía uno que otro de sus poetas favoritos, para distraer el espíritu, refrescar el cerebro que le ardía efervescentemente loco. Y con lo que únicamente lograba controlar esa tortura atroz, era con la limosna de amor de su mirada pensativa y profunda.

Una noche del mes de mayo, Enrique irrumpió bruscamente en el rincón destartalado de nuestro cafetucho bohemio, besándose las manos, y bullanguero y enloquecido, exclamaba.

― Hermanos míos, poetas todos, artistas: por el señor Apolo, por lo que vosotros querráis más, estrechadme muy fuerte, de aquí, de las manos, que acabo de estrujar dulcemente la seda pálida de sus manecitas angélicas. Acabo de mirar a los ojos tan de cerca, que he visto su alma. ¡Ah, su alma tiene la divina blancura nevada una nubecilla sobre el turquí del infinito! ¡Oh, sus manecitas!… ¡Oh, el lírico cristal de su risa de mirlo!…

El tiempo matemático, exacto, férreo, ¡pasaba!

¡Y Enrique era una interrogación que se perdía en la intensidad humosa del misterio!…

 

FUENTE:

Peralta, Alejandro (1955). ¿………?. En José Portugal Catacora (comp.), El cuento puneño. Puno: Tip. e Imp. Comercial.

 

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