Kloaka: Balance y liquidación
José Antonio Mazzotti
Tufts University
Para entender las contradicciones al interior del circuito letrado peruano hay que hurgar en el papel que cumplió en su momento el Movimiento Kloaka. Pertenecí a este grupo en calidad de miembro de su Instancia Suprema, una especie de comité directivo que funcionó especialmente durante la segunda etapa del Movimiento, en el año 1984. Antes, desde la fundación de Kloaka en septiembre de 1982, recibía el título honorífico de “aliado principal”. Esto quiere decir que desde el principio desempeñé el papel privilegiado de juez y parte, de estar y no estar, ya que me di cuenta muy pronto de que, como decíamos entonces, “de Kloaka sólo se sale muerto o expulsado”.
Más allá de las anécdotas picantes que podría contar, prefiero centrarme en una primera parte de este documento en la historia y sentido del grupo, para pasar más adelante a una evaluación de su aporte y trascendencia en la poesía peruana de los últimos treinta años[1].
Comencemos señalando que la producción textual de Kloaka no fue ni buscó ser la más importante en términos de oficio y utilización de una retórica ya consagrada. Tampoco importa mucho que su activismo haya marcado una señal de identidad entre los jóvenes escritores que no quisieron callar a la hora inicial de las torturas y las desapariciones, una vez que la estrategia antisubversiva derivó en secuestros de “sospechosos”, en arrasamientos de comunidades andinas y en asesinatos masivos de presos políticos, propios de una tristemente célebre “guerra sucia” a la peruana. Me interesa más bien examinar el carácter concreto de la escritura de estos poetas y de situarla dentro de un desarrollo de la institucionalidad que se ve así enriquecida con dicciones distintas y con la supervivencia de sujetos de escritura no estrictamente aplaudidos desde la academia.
Kloaka se formó en septiembre de 1982, tras varias rondas de conversaciones, en un bar del populoso distrito del Rímac, al norte de Lima, por decisión de los poetas Róger Santiváñez, Guillermo Gutiérrez, Mariela Dreyfus, y el narrador Edián Novoa. Al poco tiempo se unieron los poetas Domingo de Ramos, José Velarde, Julio Heredia, Mary Soto y el pintor Carlos Enrique Polanco. Juntos publicaron numerosos manifiestos literarios y organizaron recitales en distintas zonas de la capital, en lugares tan disímiles como el bar “La Catedral” (el mismo utilizado de escenario en Conversación en la Catedral, la célebre novela de Mario Vargas Llosa), en los extramuros de la Lima cuadrada o virreinal, o como el Auditorio Miraflores, en el corazón del homónimo distrito tan representativo en el imaginario —aunque ya no tanto en !a realidad— de la clase media alta limeña. También concedieron entrevistas y emitieron comunicados en los que se declaraban una suerte de “conciencia vigilante” del país y adoptaban un aire anarcoide aunque firme y directo en su denuncia de la “albañalización” progresiva de la sociedad peruana.
Pero, más allá de la historia documental del grupo, quiero primero recordar dos de las líneas de trabajo que los poetas del 80 han desarrollado a lo largo de sus libros y revistas a fin de situar a Kloaka en su complejo contexto discursivo.
Dentro de una primera línea clasificatoria es posible rastrear una modalidad de escritura que desarrolla creativamente los principales planteamientos de la poética del 60. Con ello me refiero a la reelaboración de una retórica que superó la ya endeble dicotomía entre poesía pura y poesía social característica del conjunto de poetas de la llamada “generación” del 50. Pero afirmamos que este sector de la poesía del 80 reelabora y no repite a la del 60 por una razón esencial: al escribir veinte años después, poetas del 80 como Eduardo Chirinos, Raúl Mendizábal, Oswaldo Chanove y este servidor, en realidad estábamos asumiendo una actitud de desencanto típica de periodos de desengaño ante los grandes proyectos políticos y sociales propios de la Modernidad, que vieron en el Perú su fracaso local con el desmantelamiento de las reformas sociales de la Primera Fase del gobierno militar por los generales de la Segunda Fase. La pretendida modernidad literaria que los poetas de Hora Zero intentaron profundizar en los años 70 quedó fuera de contexto en los 80; y el sueño de unir arte y vida, en el amarillento color de los manifiestos incendiarios de los años velasquistas, como el famoso “Palabras urgentes” y otros recogidos en la antología Estos 13. De este modo, la búsqueda de “lo nacional” como representación verbal y referencial que sustentaba las críticas de Hora Zero a toda la poesía anterior —excepción hecha de Vallejo y Heraud, y restringiendo la significación de este concepto según se plantea en los 7 ensayos de Mariátegui—, esta búsqueda, señalábamos, quedó frustrada al fracasar el intento militar de lograr una modernización global e integradora de los distintos núcleos de gravitación del gran sujeto social descentrado que resultaba (y resulta) la sociedad peruana. De ahí —en parte— que la actitud del primer sector que aquí describimos de los poetas del 80, ligados a la tradición libresca antes que a la vitalista, echara mano de un hipercultismo lúdico, en el que transitan libremente personajes como Dante, Ficino, Garcilaso, Matsuo Basho, Li Tai Po o, más cercanamente, Flaubert y hasta Bob Dylan. De esa manera, desmontaban el discurso lineal para explotar un perspectivismo cercano al montaje y el “correlato objetivo” eliotiano, así como a la simultaneidad de la información combinando distintas voces poéticas dentro de un mismo texto. El pastiche, que Fredric Jameson señala como uno de los recursos más violentos y específicos del arte postmoderno, afloraba en una búsqueda de diálogo con la cultura universal y de apertura ideológica que no dejaba, sin embargo, de ser muy sintomática de un contexto como el peruano, en el que la tradición oral de las culturas nativas, con su antiquísima historia de narración mítica y legendaria —lo mismo que la oralidad en castellano regional— permanecen como discursos activos y constituyen sistemas de producción verbal paralelos al de la poesía oficial, aunque poco estudiados, si es que no consuetudinariamente ignorados. Es cierto que en algunos textos de poetas de este sector existen giros coloquiales que provienen de formaciones discursivas dominadas; pero se trata de rasgos de estilo (epígrafes en quechua, o expresiones de la coloquialidad familiar limeña, por ejemplo) que no afectan esencialmente la concepción poética ni la complejidad de la escritura de autores como Eduardo Chirinos y Raúl Mendizábal, por citar sólo los casos más representativos. Inclusive en Mendizábal, el tema de la violencia política y el genocidio resulta caldo de cultivo para uno de sus mejores poemas, “Pucayacu”. Sin embargo, la intersección con las normas lingüísticas populares y la experimentación morfosintáctica son menores en estos poetas que en los autores de la segunda línea de clasificación.
En ese sentido, aunque resulte paradójico hablar de postmodernidad en un contexto en el que la modernidad ha sido a duras penas lograda, la multiinformación y el específico proceso político peruano permitirían que se rescatara y desarrollara una trayectoria heredada de poetas locales, cuya circulación era y es aplastantemente mayoritaria entre intelectuales y escritores jóvenes.
Con ello es posible explicarnos la segunda línea de trabajo que caracteriza a la poesía del 80: la del quiebre de la lógica denotativa para explotar formas de expresión cercanas al discurso esquizoide y a una suerte de neovanguardismo cuyos nexos pueden ser rastreados en el ya lejano —pero aún influyente— Trilce de Vallejo. Esta suerte de “poesía del lenguaje” plantea, sin embargo, un nexo sumamente revelador de una tradición bastante antigua en la práctica escritural peruana: el de la ya mencionada incorporación en el poema de las formaciones discursivas dominadas, sobre todo las del ámbito barrial y suburbano. De este modo, los correspondientes poetas se adueñan del micrófono y emiten desde su propia perspectiva una experiencia social desquiciada, violenta y altamente anárquica, al tiempo que desarrollaban el aporte del flujo migratorio visible en la poesía del 70.
Esta segunda línea de trabajo verbal en el 80 se emparenta en sus antecedentes inmediatos con los textos de Manuel Morales y Luis Hernández, veinte años antes, y con aquellos autores de Hora Zero que aplicaron consecuentemente (aunque de ahí tal vez su propia limitación) los principios de la “poesía integral”, que pretendía recoger los sonidos de la calle (“jebe jebe / jebe jebe” escribía Jorge Pimentel en su primer libro) como recurso para una apropiación territorial del texto desde la perspectiva de una pugna entre sujetos sociales dominantes y dominados en el juego de la autoridad conferida a la literatura como institución. Kloaka, en algunos de sus poetas más importantes y en una primera instancia de análisis, se situaría dentro de este segundo sector de la lírica del 80. Por ejemplo, para que un poeta como Róger Santiváñez, uno de los fundadores del Movimiento, reivindique un verso como “atraco en el sokotroko de tu vulva”, escribiendo “en peruano” o, más exactamente, “en el idioma que se habla en las calles de Lima después de la medianoche”, como apunta en el colofón de Symbol (1991), han tenido que pasar décadas de lucha por la incorporación de la discursividad dominada y por lo tanto años de intentos por asumir la alteridad verbal como parte constitutiva del quehacer escritural. Pero esta alteridad no se limita a recoger las normas populares y hasta lumpenescas del español limeño, sino que transcribe la violencia de la cotidianidad, con su carga inherente de sexismo, exagerando la ruptura morfológica y sintáctica del discurso poético, para crear en el texto la tensión y el dislocamiento que el sujeto de escritura recoge del sujeto social del que procede y al que se dirige.
Los discursos poéticos a los que se refiere este panorama entran en un diálogo impaciente con otros discursos, aunque de alguna manera afirman una tradición —la de la escritura dentro del sistema del español a través de la autoría individual y la circulación en forma de libro— que no por ser contradictoria y cuestionadora de una buena parte del orden escritural anterior deja de ser dominante en la medida en que margina a su vez a otros sujetos de discurso cuyos canales se dan en otras lenguas y en otros contextos de circulación. Por eso, para entender en su verdadera dimensión la poética de algunos de los integrantes de Kloaka es necesario referirse a los límites que el activismo del grupo trazó y quebrantó para enfatizar una comunicación con su “masa crítica ausente”. Estos límites se acercaban a la transgresión de la norma no solo literaria (es decir, dentro del lenguaje mismo de sus textos), sino que cohabitaron con una modalidad de llegada propia de otra forma de producción poética también existente desde los 80, pero que excede el espacio del sistema de la literatura oficial y consagrada como tal: el de la poesía de combate proveniente de los grupos alzados en armas, cuyas fuentes y vinculaciones con la tradición lírica andina aún están por estudiarse. Se trataba, naturalmente, de dos producciones verbales distintas en sus contenidos y en sus intenciones, y en esto es importante ser claro para evitar suspicacias. Lo único que compartían era el espacio de llegada, y cualquier lector y oyente inteligente sabrá discernir con justicia entre lo que es una poesía mal que bien institucional y de intenciones estéticas o antiestéticas, pero relacionadas a la escritura como actividad creadora, y una producción discursiva netamente política con intenciones específicas dentro del contexto de la lucha subversiva.
Al enfatizar la aparición de Kloaka como momento clave que abre una puerta en el devenir de la poesía peruana de los últimos años quisiera rescatar, entonces, no sólo lo que ha quedado en forma de libro, es decir Homenaje para iniciados, El chico que se declaraba con la mirada, Symbol, Cor cordium, y recientemente Sagrado, de Róger Santiváñez;
Arquitectura del espanto, Pastor de perros, Ósmosis, Las cenizas de Altamira, Dorada Apocalipsis, Insufrido fuego y, hace poco, Los salvajes del Sur, de Domingo de Ramos;
Casa sin puerta y Palabras anudadas de José Velarde; Flecha púrpura, de Lelis Rebolledo; los libros de Mary Soto y los poemas de Guillermo Gutiérrez; Secuestro en el jardín de las rosas, Baile, Conjunto de objetos encontrados, Palacio de Justicia y Roce en Roq, de Dalmacia Ruiz-Rosas, y muchos más.
También hay que rescatar aquella poesía que circuló profusamente en recitales, conciertos y manifestaciones callejeras y que, a pesar de su contradictoria conformación con la lógica lineal del castellano cotidiano del poblador urbano diurno, convocaba un público no universitario bastante numeroso, gracias, en buena medida, a que se presentaba en compañía de grupos musicales de posición ideológica y estética afín como Delpueblo, Durazno Sangrando y Kolarock, sin mencionar la avalancha de grupos de rock subterráneo que a partir de 1985 reivindicaban desde sus negras casacas de cuero a Kloaka como su antecedente artístico más importante y su carta de legitimación cultural[2], una vez que Kloaka se había disuelto y sus miembros habían salido del país o gravitaban individualmente en el ambiente local.
Pese a las críticas apasionadas de algunos medios periodísticos contra Kloaka y sus miembros, el movimiento guardó una coherencia interna inicial al variar de su posición autodeclarada como “conciencia vigilante” a la marginalidad total y la explosión personal y sin consignas de los sentidos, al más puro estilo decadente de la malditez ultraperiférica. Esta necesidad de agredir al medio— que muchas veces no trascendía el grito estentóreo ni la pose epatante— revelaba, sin embargo, una clara necesidad de liberar la angustia ya sentida por jóvenes intelectuales que se veían desplazados de un lugar en la sociedad civil debido a su postura crítica hacia todo estamento oficial y legal, perteneciera a la izquierda o no. De ahí que los ataques a instituciones no solo culturales, sino políticas y sociales, y la sátira a la religión y figuras “sagradas” como la bandera y el presidente fueran también algunos de sus temas obligados[3]. Pero todo esto no interesaría si no tuviera algún tipo de conexión con aquel otro circuito al que aludimos y que resulta un producto genuino desde fuera de la institución literaria: me refiero al uso de la tradición lírica oral mediante volantes y recitado ambulatorio de composiciones de claro contenido político. Si bien es cuestionable buena parte de esta producción desde un análisis literario de rigor (y de ahí uno de los argumentos centrales de cierta crítica “oficial” contra Kloaka), lo que interesa es rescatar la idea de que estamos una vez más ante el fenómeno de la poesía no tradicional en términos de institución, pero sumamente conservadora en cuanto a conformación verbal[4]. Ahora bien, ¿qué unía un fenómeno de este tipo con libros y autores de importancia dentro del conjunto de la poesía del 80 como los que aparecieron dentro y alrededor de Kloaka? Quizá solamente el hecho de que los límites de la institución empezaban a difuminarse y los poetas jóvenes asumían el deterioro generalizado de la sociedad peruana como un deterioro del propio quehacer escritural. Sin embargo, no por ello se abandonaba buena parte de la tradición poética consagrada, aunque solo aquella parte que les interesaba en términos de la lucha por hacer del texto un campo de integración solitaria de la alteridad que atraviesa de lado a lado al sujeto nacional peruano.
Uno de los manifiestos de Kloaka en su base norteña del departamento de Piura, Nor-Kloaka, a la cual se integraron el poeta Lelis Rebolledo, el pintor César Badajoz y el músico Estanislao Quesada, decía: “Nos declaramos santos, inocentes, puros, locos, fanáticos, peligrosos, visionarios, profetas, proscriptos, transparentes, bandoleros y delirantes […] Kloaka propone la emancipación de los trabajadores […] y los poetas de nuestro movimiento Kloaka. Ese día Kloaka besará la séptima esfera de los cielos concéntricos…”. El tono, que dentro de la formalidad general de los poetas consagrados y anteriores discordaba notablemente, pese a los lugares comunes que se le podrían reprochar en un contexto internacional y en cotejo con la tradición de las vanguardias, resulta muy característico de las intenciones y dirección del grupo en su posición de automarginalidad a través del activismo literario. De una proclama voluntarista y alucinada como esta a cualquier vinculación con determinados grupos políticos hay una gran distancia, que solo una lectura tortuosa podría acortar.
Recordemos, además, que el Movimiento Kloaka se disolvió oficialmente en el invierno de 1984[5]. Entonces, la polarización política de la sociedad peruana no era tan marcada como lo fue a fines de la misma década, y las actitudes libertarias y de oposición al Estado oficial no eran —ni tienen por qué serlo aún— necesariamente “sospechosas”. El desarrollo de la violencia política y el deterioro y desmantelamiento progresivo de todas las instancias culturales y sociales del país desembocaron en hacer de cierto sector de los autores más recientes una consecuencia y un aviso de cómo aquellas formas de escritura aceptadas dentro de la institución literaria empezaban a desbordarse con interesantes resultados. Así, la caprichosa “K” con que los miembros de Kloaka gustaban firmar el nombre del grupo obedecía no solo a un afán de contradecir la convención ortográfica, sino también a una búsqueda de contacto directo y sin ambigüedades con la oralidad que pretendían privilegiar dentro de la escritura y como práctica de llegada.
En esta perspectiva es que resulta adecuado situar la producción de algunos autores de Kloaka, como las de Santiváñez y la de Domingo de Ramos, que llegan a perfilar dentro de sus textos un sujeto de escritura discernible como provinciano y periférico a la oficialidad de la vida social peruana. Pese a su asimilación al circuito “culto” de la poesía en el Perú y al cultivo de la metáfora per se en un continuum verbal que se aleja enormemente del énfasis cotidiano de cierta poesía narrativo-coloquial (lo que hace de su poesía un producto aún más literaturizante), Domingo de Ramos propone un universo referencial y un uso de la dicción de los barrios periféricos de Lima —los eufemísticamente llamados “pueblos jóvenes”— debido a la calidad de habitante de uno de ellos que tiene en su condición de autor.
Ahora bien, pasemos a la segunda parte, la que concierne a la génesis del grupo y en general de la llamada Generación del 80.
Exisitieron antes de Kloaka revistas como Tienda de marimba, editada en la Universidad Agraria, existieron (SIC) en San Marcos y especialmente Trompa de Eustaquio, en la Católica, editada por el minicolectivo de los Tres Tristes Tigres, es decir, Eduardo Chirinos, Raúl Mendizábal y yo.
Estas revistas y agrupaciones formaban parte de lo que con el tiempo se vendría a conocer como la generación del 80, y de alguna manera fueron antecedentes de Kloaka en su postura inconformista y su búsqueda de renovación del lenguaje frente al oficialismo de los años 70. Pero por encima de estas revistas, y aun más cercanos a Kloaka, estaban los proyectos de la revista Qaqa (jugando con las heces y también con el vocablo quechua, como en Titiqaqa) y El aroma del eructo. Lamentablemente, esas revistas no llegaron a salir, pese a que se vendieron algunos bonos de prepublicación. El anarquismo y voluntad epatante que las animaba fueron consecuentes y los responsables (Roger Santiváñez, Dalmacia Ruiz-Rosas y el que esto escribe, integrantes del secreto grupo “Cuac!”) decidimos bebernos los magros ingresos monetarios y no institucionalizarnos. En sus propios títulos y espíritu, Qaqa y El aroma del eructo denunciaban, pues, un elan iconolasta con el lenguaje y con la moral pacata de la sociedad peruana, revalorizando la oralidad quechua, el humor negro y el estado de cosas putrefacto y vomitivo que ya caracterizaba de manera flagrante al país desde fines de los años 70. Esta búsqueda de alternativas poéticas y de activismo independiente era una situación que a los jóvenes de entonces nos identificaba como marca de fábrica. Para 1979 se había disuelto el grupo La Sagrada Familia, a quienes los del 80 considerábamos algo vegetales y demasiado correctos en su izquierdismo voluntarista. Luego a alguien se le ocurrió convocar a unas reuniones de poetas del 70, el 75 y el naciente 80 bajo el nombre de “La Unión Libre”, como en el poema de Breton. Había hasta pintores y escultores, pero las reuniones no derivaron en nada. Poco después Roger Santiváñez y Dalmacia Ruiz-Rosas ingresaron a Hora Zero, que desde 1977 venía orquestando una campaña de autopromoción que traicionaba los principios del HZ original de Juan Ramírez Ruiz en la primera etapa del grupo, de 1970 a 1973. Fue en 1980 precisamente que Ramírez Ruiz difundió su manifiesto anti HZ 2, “Palabras urgentes 2”, que lo explica todo.
Santiváñez y Dalmacia se salieron de HZ al año de estar ahí, lo que a muchos nos pareció coherente y consecuente, pues no se podía ser realmente nuevo ni auténtico bajándole la cabeza a una opción que para los jóvenes olía a oficialismo velasquista y luego morigeración izquierdista. Kloaka, pues, surge en septiembre del 82 como la suma de esos intentos de ruptura, meses después de aquellas experiencias, y en parte como respuesta a todo el desánimo y decepción que causaban los grupos existentes; además, por supuesto, de ser una reacción a la creciente violencia política y la crisis económica causada por la privatización del estado y los recortes de los derechos laborales que trajeron la segunda fase de la dictadura militar y el belaundismo resucitado. Por eso, no era casual que Kloaka fuera un producto principalmente sanmarquino. Al estudiar yo tanto en San Marcos como en la Católica, fui testigo directo y alentador de los grupos en ambas universidades. Kloaka no fue la excepción. Si bien luego de su fundación los miembros de Kloaka me invitaron a integrarme, mi espíritu de lobo solitario me lo impidió. Nunca he pertenecido a colectivos formales, salvo a comités de revistas, que no son lo mismo. Solo al final de Kloaka me integré como miembro de la “Instancia Suprema” para expurgar a los inconsecuentes del grupo y radicalizar sus propuestas.
Sin embargo, mi presencia en Kloaka había sido inicialmente la de un compañero de ruta y un alentador. Participé en sus recitales y happenings y en las numerosas reuniones que se llevaban a cabo en el segundo piso del bar-chifa Wony, en el Jirón Belén, del centro de Lima. Todo era muy divertido, pero como no estaba de acuerdo con lo pretencioso de algunos manifiestos (como eso de llamarse “la conciencia vigilante” del país) ni quería someterme a ninguna consigna me crearon la categoría de “aliado principal”, junto con Dalmacia. Así manteníamos nuestra independencia y a la vez podíamos firmar lo que nos pareciera adecuado. Mi estatus en Kloaka cambió en enero de 1984, cuando me integré como miembro de la Instancia Suprema, que se encargó de los manifiestos de ese año, como el “Parte de Expulsión”, la “Carta a los imbéciles de la poesía peruana / Quema de basura”, “El Gran Pachakuti ya comenzó”, publicado en el único número de la revista Kloaka y otros documentos, principalmente redactados por Róger Santiváñez y por mí, pero firmados por todos los sobrevivientes del grupo, aunque algunos ahora quieran olvidarse de ello por componendas coyunturales. Fue un periodo intenso, tremendamente vital, que le dio al movimiento ese aire lúdico y a la vez vitriólico que hasta hoy levanta ronchas.
Ahora bien, ¿cómo influye la violencia de aquellos años en Kloaka, y cómo, también, la llegada masiva de los pobladores rurales de la provincia a Lima se refleja en su producción? A esto hay que responder que migración provinciana a Lima ha habido desde su fundación, pero sobre todo a lo largo del siglo XX. Basta mirar los estudios de Teófilo Altamirano, Luis Salazar Mejía o Jorge Toledo Bruckman sobre asociaciones de provincianos a principios del siglo pasado en la capital para entender que el fenómeno del llamado “desborde popular” de los años 60 y 70 en el Perú no es nuevo en sí mismo. Ya para 1913 se registra el dato de que el 58% de habitantes de la ciudad provenían del interior. En los 60 y 70 hay sin duda una intensificación, pero esta es mucho mayor en los 80 que en los 60-70, por motivo de la guerra interna.
En comparación, Hora Zero en su etapa inicial (1970-1973) ya había representado un aire innovador, pues sus hermanos mayores (los del llamado 60, aunque en realidad tanto los del 70 como los del 60 forman parte de una misma generación, la del 68) habían alcanzado una rápida consagración y eran deudores de un lenguaje cosmopolita. Poetas como Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza (si bien huaracino) o el heroico Javier Heraud le debían mucho a la poesía conversacional y a las influencias anglosajonas, aparte de que sus temas no tenían un enfoque desde la perspectiva migrante ni precisamente popular. La reacción del primer Hora Zero es, en ese sentido, saludable en la búsqueda de una democratización del espacio literario al asumir ellos la autorrepresentación de los migrantes provincianos a la capital, si bien su lenguaje seguía siendo conversacional y no aportaba realmente un cambio de paradigma en cuanto a lenguaje dentro de la tradición poética en castellano. Kloaka, por contraste, se sitúa en coordenadas históricas y políticas muy distintas.
No obstante, no se le puede pedir a una estrella fugaz que se mantenga permanentemente en el cielo. Kloaka fue eso: un meteoro, una estrella fugaz, o, como dice Róger Santiváñez, “el cometa más brillante que ha cruzado el firmamento de la poesía peruana”. Por su propia naturaleza incandescente, estaba destinado a su desaparición. Eso se hizo claro ya en la segunda mitad de 1983, cuando surgieron líos personales entre algunos de los integrantes, o cuando los ataques periodísticos de la derecha (Caretas) o del izquierdismo oficial (Monos y monadas) se regodeaban en un “choleo” del grupo para desbaratar sus propuestas, tildándolos de huachafos y figureteros. Hasta Rodolfo Hinostroza llegó a decir a su vuelta de Francia que Kloaka era solo “afán de publicidad”. A eso se añaden las presiones familiares de Dreyfus que hicieron que se alejara del grupo y las presiones políticas de Mary Soto y las personales de Guillermo Gutiérrez que los llevaron a desaparecer de las reuniones. Es decir, para fines de 1983 ya Kloaka estaba fragmentado; de hecho, con cuatro de sus miembros alejados de las reuniones y resistiéndose a ser identificados con el grupo ante la sociedad. Habían perdido entusiasmo o simplemente les daba miedo o vergüenza seguir siendo kloakas. Ante esta situación de inminente naufragio, Santiváñez y yo decidimos reconfigurar el Movimiento y formar con los miembros restantes y con la “aliada principal” Dalmacia Ruiz-Rosas una “Instancia Suprema”, que se encargaría de revitalizar y hasta radicalizar las propuestas iniciales, expandiendo el activismo literario a las publicaciones y los “happenings”. El primer paso fue la emisión del manifiesto “Parte de expulsión” en enero de 1984, que aquí vemos y dice:
El grupo, pues, no se desintegró inmeditamente después de febrero de 1984, sino meses después, precisamente los meses más intensos bajo la dirección de la Instancia Suprema, que realizó acciones en diversos puntos de Lima, como encañonarle a Julio Ramón Ribeyro el manifiesto “Vallejo es una pistola al cinto” en el auditorio del Banco Continental en abril del 84 y otros más. Pero por su misma naturaleza anárquica, era obvio que Kloaka no podía durar para siempre. No queríamos convertirnos en esa institución adocenada que era Hora Zero, por ejemplo, en su segunda y sempiterna etapa. ¿Para qué acartonarse? Cada quien debía ser libre de desprenderse del Movimiento siempre que lo dijera y no por cobardía, sino por necesidad de seguir un camino personal, sin traiciones ni oportunismos con la derecha periodística. Eso ya fue hacia agosto o septiembre del 84. Así que sin forzar nada, Kloaka siguió su curso de muerte natural, al menos como colectivo de artistas, aunque en espíritu sigue vivo y la Instancia Suprema reaparece de vez en vez para manifestarse ante la situación nacional.
Ya el 2012, la celebración del 30 aniversario de Kloaka fue un poco accidentada en Lima. Parece que ciertos sectores de la sociedad peruana no le perdonaban todavía el atrevimiento juvenil de haber señalado los defectos y fealdades del mundo de entonces. En efecto, hubo una serie de iniciativas coordinadas en Lima por Domingo de Ramos y Mary Ann Agurto, y desde los EEUU por Santiváñez y este servidor. En primera instancia, se había conseguido el local de la empresa Petroperú, que además montaría una exposición pictórica y apoyaría con una publicación que acompañaría los recitales. Todo estaba programado para julio de ese año, pero, de pronto, un redactor inexperto del diario La República sacó un reportaje amarillento anunciando las celebraciones y la extrema derecha paró la oreja y decidió utilizar políticamente estos planes culturales contra el entonces director general de Petroperú, un hombre de izquierda que trabajaba para el gobierno de Ollanta Humala. Los ultrareaccionarios de Rafael Rey y José Barba, en su programa televisivo “Rey con Barba” arremetieron contra Kloaka, llenándolo de insultos y “risitas limeñas” con el fin de ridiculizar al gobierno de Humala. Ese fue el fondo del asunto, pues, como sabemos, a los mencionados políticos de la caverna peruana la cultura en general les importa muy poco. Querían capitalizar los eventos para derribar al director de Petroperú. Pues, bien, lograron parcialmente su cometido. La empresa estatal canceló las celebraciones de manera cobarde y Kloaka se quedó en el aire. Hubo entonces que reorganizar las celebraciones casi a último minuto, lo cual se hizo en diversos locales como el centro cultural La Noche en Barranco o el auditorio Qori Wasi de la Universidad Ricardo Palma, en Miraflores. No faltó apoyo institucional, solo que ya no vendría del estado. Como se ve, la reacción visceral se dio solamente de parte de un sector de la ultraderecha peruana, pero con resonancias claras del rechazo que en los años 80 causó Kloaka en buena parte de la intelectualidad local.
Ya treinta años después, Kloaka —hay que decirlo— goza de más aceptación y hasta de la simpatía de cierta leyenda urbana por sus consignas anárquicas y desenfadadas. Pero, pese a su canonización, en el fondo era y sigue siendo, al menos en espíritu, un movimiento juvenil. Lo que queda son los libros, y a ellos me remito.
[1] Algunas de las ideas y párrafos siguientes son extraídos de mi libro Poéticas del flujo: migración y violencia verbales en el Perú de los 80 (2002), aunque con añadidos y variantes.
[2] “Llegaron los poetas de Kloaka”, afirma por entonces el joven músico Daniel F. en un artículo publicado en el diario La República (Suplemento Domingo, jul. 1991). El grupo “Leuzemia”, al que pertenecía el citado músico, agradece también en el forro interior de su primer disco a Royer K. (Róger Santiváñez) por su ayuda en el proceso de lograr la grabación del larga duración del polémico conjunto en los estudios de la disquera “El Virrey”.
[3] La reacción no vino solamente de revistas conservadoras como Caretas o de una izquierda humorística, como la de la revista Monos y monadas (en esta última, uno de sus columnistas se burlaba de los poetas de Kloaka como miembros de un “punk lorcho”). También en la intelectualidad de la izquierda formal Kloaka despertaba temores y espantos. En el poema “Zona liberada”, de 1984, la poeta Rosina Valcárcel expresaba una angustia en la que Kloaka aparecía equiparado a Sendero Luminoso y al suicido: “La historia de mi patria está convulsionada / Izquierda Unida gana adeptos / Kloaca / Sendero / Suicidio” (en Haraui XXI, 70 [Lima, abril de 1984], 4). El pánico que despertó el grupo parece, pues, haber sido generalizado.
[4] La poesía de autores como Jovaldo y Edith Lagos, militantes de Sendero Luminoso ya fallecidos, así como los himnos de los guerrilleros durante su entrenamiento y su encierro en las cárceles no han sido aún recogidos para su estudio como un corpus paralelo y contradictorio al de la poesía “culta”. Su medio de producción, circulación y consumo, así como el riesgo que implican en términos de seguridad personal, han impedido su mejor conocimiento por parte de la crítica especializada dentro del campo de los Estudios Culturales, ya que en términos literarios ortodoxos su valor resulta claramente discutible.
[5] Fue luego del recital de febrero de ese año en el Auditorio Miraflores, que generosa y desinteresadamente cedía a Kloaka como a otros grupos de artistas jóvenes su propietaria, la primera actriz Dalmacia Samohod. Solitariamente y desde París, José Velarde editó dos años más tarde, en el 86, los dos números de la revista Kloaka Internacional, cuyo sello publicó también las primeras plaquette de Domingo de Ramos y Rodrigo Quijano. Fue la última y nostálgica aparición del sello, pese a la anterior disolución del grupo en Lima.
[…] junto a Roger Santiváñez de Kloaka (1982 – 1984), Mariela Dreyfus publica Memorias de Electra luego de su desintegración. En […]