Aventuras solitarias: (des)encuentros femeninos en la narrativa de Pilar Dughi, por Mariana Rodríguez

Aventuras solitarias: (des)encuentros femeninos en la narrativa de Pilar Dughi[1]

 

Mariana Rodriguez Barreno
Pontificia Universidad Católica del Perú

[PDF] Aventuras solitarias

El universo narrativo de Pilar Dughi, una de las narradoras peruanas más sobresalientes de nuestra literatura, centra su atención en las variedades de las tipologías humanas que la sociedad ha creado, especialmente aquellas marcadas por el signo de la soledad.  En sus cuentos, los personajes son asaltados por preguntas cruciales sobre su existencia: si deben o no tomar acciones para cambiar su situación actual. De pronto, algún giro azaroso les revela las verdades de su condición y el lugar, único e inamovible como un sino trágico, en donde están anclados. A grandes rasgos, ese es el tono con el que los relatos de La premeditación y el azar (1989), su primer libro de cuentos, se presenta ante los lectores, y, en buena cuenta, será también el tenor por el que su obra se decantará. Tanto Ave de la noche (1996) como su novela Puñales escondidos (1998) relatan las angustias de mujeres y hombres en situaciones conflictivas respecto a su devenir ya sea porque no han encontrado el amor, creían haber alcanzado algún logro —que luego es desmentido— o porque se encuentran solos, viejos y enfermos.

          Pilar Dughi, cuya producción narrativa se sitúa entre los años ochenta y noventa, pertenece a una generación en la que aparece un grupo especial por estar conformado mayoritariamente por escritoras. En las letras peruanas es un momento importante puesto que la condición de las mujeres se torna evidente en la literatura. No es que nunca hubiesen existido, pero la excesiva presencia masculina y los criterios —siempre patriarcales— habían demorado su emplazamiento en el canon literario. Miguel Gutiérrez recuerda que

[…] por esos años a la literatura peruana le estaba ocurriendo un feliz suceso, como era el surgimiento de una nueva poesía y narrativa escrita por mujeres […] en el Perú sus manifestaciones en arte y literatura tuvieron ciertas particularidades por el carácter conservador y machista de nuestra sociedad (2014, p. 94).

El panorama estaba compuesto, por un lado, por las llamadas “poetas del cuerpo”, encabezadas en gran medida por Carmen Ollé y la publicación de Noches de adrenalina (1981)[2]. Por otro lado, aunque en la misma línea, aparece un conjunto de narradoras que explora la situación femenina en el Perú desde los linderos de la cotidianidad: Mariella Sala, Aída Balta, Teresa Ruiz Rosas, entre otras. Ambos grupos se enfrentaban a una larga tradición de autores ya canonizados que ocupaban el mercado editorial y que se oponían ante esta emergente “literatura femenina” por considerarla ligera (Sala, 2016). Naturalmente, por el medio en el que surge, las obras de las escritoras de la época traen consigo un enfoque confesional que denunciaba las jerarquías del género[3].

          Escribir y publicar como mujeres ciertamente suponía un cambio importante. Para Pilar Dughi (1998), en el Perú de los ochenta, escribir y (leer) como mujer era una opción política. Sin embargo, a pesar de que su obra se encuentra poblada —en su mayoría— por mujeres, su rol como creadora no pretendía reproducir únicamente voces femeninas, sino más bien narrar desde una “posición andrógina” que pudiese retratar tanto personajes masculinos como femeninos. En una entrevista con Lady Rojas-Trempe, declara:

Sigo lo que indica Virginia Woolf acerca de la androginia en la creación artística. Creo que un buen artista tiene que ser andrógino. Por ejemplo, yo me identifico con Ana Karenina. No tiene importancia si el personaje ha sido elaborado por un autor o una autora. Lo valioso es que ese creador ha tenido el talento suficiente como para que lectores y lectoras encuentren las identificaciones suficientes para satisfacerse literariamente (1999, p. 195).

En ese sentido, Miguel Gutiérrez (2014) afirma que la de Dughi es una escritura “neutra”, es decir, que no se inclina a encarnar la voz de ningún género en particular para objetivar su condición de mujer en sus relatos. No obstante, me parece importante destacar que es precisamente por el gran abanico de feminidades existente en la obra de Dughi, que me interesa estudiar su literatura. Sin duda, su afán por comprender los crisoles en los que se enmarcan las mujeres en el Perú de los años noventa es un rasgo fundamental[4] que se diluiría si aplicamos la etiqueta de “neutralidad” en la voz que los representa. No por nada su novela, Puñales escondidos, presenta los avatares de Fina Artadi, una mujer que se enfrentará a un dilema ético ante la inminencia de la soledad y la vejez.

          Por todo lo anterior, en el presente trabajo me centraré en analizar dos textos del segundo libro de la autora, Ave de la noche, aparecido en 1996 como ganador del Concurso Nacional de Cuento 1995. Al igual que en La premeditación y el azar, muchos relatos —“Dime sí”, “Tomando sol en el club”, “Conciliación”, “Las chicas de la yogurtería”, entre otros— exploran la naturaleza de personajes aislados; sin embargo, su particularidad consiste en que enfocan su atención directamente sobre la condición de las mujeres. Es claro cómo los personajes femeninos se ven contrapuestos a las exigencias de la sociedad, más propiamente de la cultura, la cual ha obligado a las mujeres a vivir en pos de una fantasía que crea una imagen ficticia de ellas mismas y las conduce hacia la infelicidad. De ahí que ellas se enfrentan a situaciones límite que desestabilizan la posición en la que se encuentran y, de esa manera, abren un espacio confrontacional ante la femineidad que sostienen. Estas mujeres entonces experimentan una suerte de anagnórisis mediante la cual son capaces de salir de sí mismas para mirarse y cuestionar las raíces de su identidad, siempre mediada por la cultura. En la presente investigación, se abordarán los cuentos “Dime sí” y “Las chicas de la yogurtería”.

  1. Un corazón solitario

“Dime sí” describe los devaneos de una mujer hastiada por la rutina y la presión de su familia y amigos, quienes la cuestionan por no encajar en el perfil femenino del común denominador de la clase media limeña[5]. Ella —el personaje anónimo del cuento— pertenece a una familia de clase media, goza de cierta posición económica, es relacionista pública, está soltera y cuenta con treinta y dos años. Su rutina está determinada por el trabajo y las salidas ocasionales al cine o a bares con sus amigas: “Consideraba que su vida era aburrida […] Pero también sabía que lo que la hacía languidecer era una funesta soledad” (Dughi, 1996, p. 60).

          Tanto sus padres como sus amigas notan que desde hace varios años ella no ha tenido ninguna pareja, y eso se volverá un motivo de preocupación, principalmente porque ya ha alcanzado las tres décadas y las posibilidades para encontrar un compañero, a partir de entonces, eran escasas:

Una vez una de ellas dijo que ya no había hombres disponibles en la ciudad. La mayoría de las amigas decía que los hombres apropiados de acuerdo con la edad, ya estaban casados y tenían hijos. O eran divorciados o viudos, y en esos casos siempre existía la posibilidad de un trauma encubierto que aparecería en cualquier momento (p. 60).

Frente a este panorama y la inminencia de un futuro marcado por la soledad, sus familiares también le extienden sus angustias: dicen que ha empezado a beber de más, acusan sus ráfagas de mal humor, critican sus horarios de madrugada, etc. Ese tipo de comportamiento no la llevaría sino a la desgracia, pues “existía el antecedente de una tía soltera que se volvió alcohólica, y el recuerdo de sus últimos días aparecía con cierta frecuencia en las pláticas familiares” (p. 61).

            Queda claro que los valores de la sociedad en la que se encuentra el personaje excluyen la posibilidad de un sujeto femenino autónomo: al llegar a cierta edad ella “debería” ampararse en el marco de la familia. Esta problemática refleja la imposición de un orden que ha sido reproducido por generaciones, en donde el desacato ocasiona consecuencias desastrosas. Como señala Luce Irigaray, “en el plano de la cultura, nos educaríamos (conscientemente o no) por el aprendizaje de la repetición, por la adaptación a los esquemas sociales, por la educación en un hacer cómo, en un ser como, sin descubrimientos ni innovaciones decisivas” (1992, p. 35). El hecho de que ella sea reprobada por la cultura se explica además por los efectos de un sistema patriarcal que determina que la mujer tiene la obligación de relacionarse con un hombre para realizarse, fundamentalmente, como esposa y madre. Mediante esta visión no se logra sino objetivar a la mujer al rol materno desde donde se consolida una “intolerable injusticia para las mujeres: la privación de sus derechos subjetivos” (p. 99).

          La cultura, a través de diversos agentes sociales, condena la soledad de la protagonista en el cine o en el café Haití tomando una copa de vino. El tema de la edad es el móvil de la acusación, puesto que apunta a que ella está envejeciendo y aún no ha cumplido con el papel categóricamente asignado. Siguiendo a Irigaray, “¿qué edad tienes? es, por ejemplo, la pregunta que nunca debe plantearse a una mujer, so pena de ofenderla, pues sólo en sus años de juventud o, por otros motivos, de posible maternidad, será bonita y deseable” (p. 109).

          La presión cultural sobre su rol como mujer, implícita en la rutina, la han llevado a transgredir este orden: “Aquella tarde tuvo el súbito impulso de cometer un acto temerario que la sacudiera de la rutina” (Dughi, 1996, p. 60). Ella se marcha de una tienda de ropa llevando una blusa sin pagarla. Este gesto, que además abre el relato, es el indicio de que el personaje reconoce la pobreza de lo cotidiano y asume la necesidad de desarrollar estrategias para subvertir las reglas vigentes. Y, a pesar de que el robo es un síntoma de rebeldía y de su insatisfacción, ella misma ha aprehendido —inconscientemente— que la solución es encontrar “un novio oficial”.

          Una noche leyendo el periódico encuentra un anuncio que, piensa, puede ser su salvación: “Aquella noche cuando llegó a casa, no tenía sueño. Estuvo leyendo algunas revistas en inglés y encontró algo que le llamó la atención. Una página de correo del corazón” (p. 62). Seleccionó a tres candidatos y les escribió cartas. Sus perfiles parecían adecuados y, aunque dentro de sí sospechara que esta vía era una forma arriesgada y hasta ridícula de conseguir un novio, le atraía la idea de encontrar a alguien por un medio poco convencional y ajeno a las normas convencionales del amor. Entonces, se aventura secretamente. Aunque ella no lo percibe, el uso del correo del corazón, que a primera impresión podría parecer una subversión de su parte, es un refuerzo más de los valores culturales. Finalmente está persiguiendo el ideal de encontrar a un otro para ser feliz, puesto que ella no encuentra en sí misma un canal para alcanzar la plenitud.

         Por fin, dos de los suscriptores respondieron a su carta a las pocas semanas y d,espués de una severa evaluación, decide responderle a uno de ellos. Era un hombre de unos cincuenta años, divorciado, sin hijos, que trabajaba en una empresa de transportes y viajaba mucho por Estados Unidos: “Señalaba que estaba interesado en cultivar una buena amistad básicamente” (p. 63). En su correspondencia, de tono íntimo, él le cuenta que estaba harto de trabajar, que lo único que había conseguido en la vida era acumular dinero y que ahora quería disfrutarlo viajando. Además, menciona que le gustaría formar una familia pues también se sentía muy solo. Es imposible que ella no vea en este otro un espejo en donde se proyectan sus mismos miedos y ansiedades. Y aunque se empeñe por ser realista, es indiscutible la pretensión de “la otra mitad”.

          Para alguien como ella, definida por la soledad —ni entre en sus pares ni dentro de su familia encuentra un soporte afectivo con quien desplegar sus angustias—, el suscriptor del correo abre una posibilidad inesperada y trae consigo la oportunidad de una redención. Las cartas y llamadas telefónicas crearán la plataforma precisa para que el personaje pueda dar cuenta de sí misma (Butler, 2009). De ese modo, encuentra en el discurso un medio desde donde relatar su experiencia vital, re-organizarse como sujeto y fundar su identidad con y frente a un otro. Siguiendo a Butler, al existir la posibilidad de diálogo, “el relato funciona como un despliegue retórico del lenguaje que procura actuar sobre el otro motivado por un deseo o un anhelo que adquiere forma alegórica en la escena interlocutoria” (p. 74). Por supuesto, el riesgo inmediato de la constitución identitaria a partir de un otro no es sino la identificación imaginaria, vale decir, “la identificación con la imagen en la que nos resultamos amables, con la imagen que representa ‘lo que nos gustaría ser’” (Žižek, 2012, p. 147). Entonces, lo que ella logra a través del diálogo es producir una imagen o discurso ficcional-fantasmático que agrade al interlocutor.  Esto es, en buena cuenta, lo que hacemos cuando nos enamoramos. Sin embargo, los peligros de sostener siempre esta fantasía es la de no poder constituir una imagen sólida de nosotros mismos.

          Finalmente, tras varias cartas y llamadas, decide que es tiempo de conocerse, por lo que planea un viaje a Miami:

Aunque no hablaron del futuro, era implícito que el primer encuentro sería tal vez determinante. Seguían hablando de una buena amistad, del mutuo interés, del deseo de por fin conocerse, pero de ahí no pasaba ninguno de los dos. Ella hubiera preferido que él fuese más decidido, pero luego se alegraba de verlo tan prudente y cuidadoso (Dughi, 1996, p. 65).

A pesar de que por momentos es consciente de los intereses de cada uno, la fantasía termina velando la realidad bajo la seductora idea de la felicidad de una vida en pareja en un lugar libre de tensiones, fuera del juzgamiento y junto a un “buen hombre”. Y aunque la familia tema por ella, debido a los peligros de esta forma mercantil de conocer personas, prima el éxito del “novio oficial”.

          Al llegar a Miami, él la reconocería por el saco verde, los pantalones azules y un pañuelo de colores que llevaría en el bolsillo; también habían intercambiado fotografías para facilitar el encuentro. Tan pronto la recogiera del aeropuerto irían a la casa de unos amigos a descansar y luego a pasear por la ciudad. El viaje se le presentaba además como una oportunidad de negocio: compraría ropa para vender en Lima y recuperar el monto invertido en el pasaje. Era, desde cualquier ángulo, una ocasión exquisita. Pero, al llegar al aeropuerto, no logra ubicarlo y la situación se vuelve sospechosa: números de teléfono equivocados, ningún retraso en los vuelos.

Cansada por los ajetreos y emociones de las últimas veinticuatro horas, acudió a sentarse a un snack del aeropuerto. Pidió una copa de vino y se la tomó. A la cuarta copa notó en medio de la algarabía de niños que correteaban entre las mesas a un par de ancianas que la miraban con curiosidad. Intuyó entonces, con luminosa claridad, que la historia recién estaba comenzando (p. 68; énfasis mío).

El desencuentro en el aeropuerto pone en evidencia la frustración de no poder hallar al otro que le dé la completud que necesita para dejar de ser juzgada. En este cuento, la esperanza de que un suceso extraordinario se produzca y desencadene un giro radical a lo cotidiano nunca se concreta, y es a partir de esta ausencia desde donde a ella se le revela su propia condición: ha sido víctima de un deseo mediado. Con ello me refiero a que la autenticidad de su aventura no residía en la vindicación de sus propios afectos, sino que inconscientemente perseguía un ideal cultural. De ahí la desazón al verse nuevamente rodeada por la soledad. En palabras de Butler, este descentramiento “se deduce de la manera en que los otros, desde el inicio, nos transmiten ciertos mensajes que instilan sus pensamientos en los nuestros y producen una imposibilidad de distinción entre el otro y yo en el corazón de mi identidad” (2009, p. 107). Por ello, ante su inminente fracaso, el personaje no encuentra en el aeropuerto sino a la misma cultura que creía haber dejado atrás. Este vacío la devuelve al mismo punto de partida: la soledad y el apuntalamiento social, metaforizado en las risas de esos niños que corren a su alrededor y las miradas juiciosas de las ancianas.

          Casi una década después, la versión revisada de “Dime sí”[6], sustituye la última línea de la historia. El cambio, aunque minúsculo, refuerza la idea de que el sujeto femenino se encuentra trágicamente atado a un orden del que no puede escapar: “Intuyó entonces, con luminosa claridad, que su historia era esa y ninguna otra” (Dughi, 2008, p. 47; énfasis mío).

2. Dime con quién andas y te diré quién eres

“Las chicas de la yogurtería” narra la historia de Lucha, una mujer que debe viajar a Ayacucho, pues ha conseguido trabajo como administradora de un proyecto de desarrollo rural. Lucha constituye un modelo de mujer independiente que, por medio de un trabajo, puede mantenerse a sí misma y ser funcional en la sociedad. El cuento se centra en ese presente y en el desenvolvimiento profesional del personaje. De su pasado no se conoce nada, pero es posible deslindar algunas referencias: aún mantiene familiares en Lima, es soltera y ha vuelto a Ayacucho después de los disturbios generados por el terrorismo. Se intuye entonces que son los años noventa.

          El personaje se instala con diligencia en la ciudad, alquila una casa pequeña que también hace las veces de oficina y pronto entabla vínculos con las autoridades y personalidades importantes de Ayacucho: “El proyecto era de cierta envergadura, y le habían aconsejado en Lima que estableciera buenas relaciones con el gobierno local” (Dughi, 1996, p. 70). Con el pasar de los meses crea un hábito en su rutina: al mediodía, después de trabajar, iba a comer al restaurante de la Cámara de Comercio en donde encontraba cierta tranquilidad mientras leía el periódico y luego, si tenía tiempo, paseaba por las calles del centro para conocer las farmacias y negocios. En general, se sentía a gusto con sus vecinos y los amigos que había ganado: una psicóloga, un profesor de la universidad, el mayor de policía y hasta el obispo de la ciudad. Todos ellos son personajes de peso para una ciudad pequeña como Ayacucho. La única incomodidad que presentaba era la indigestión que le producía el mal de altura. Hasta entonces, Lucha se inserta socialmente y construye una red de conexiones dentro de la cual es apreciada y valorada. Ese hecho es percibido como exitoso, si se considera que el Ayacucho representado es una ciudad muy tradicional cuyos habitantes permanecen pendientes de los cambios mínimos (cuando Lucha llega, todos los lugareños se acercan a presentarse como una forma de conocer a la extranjera) y los comportamientos sociales, especialmente de las mujeres. Con relación a ese último aspecto, el cuento insiste en la mirada crítica que se cierne sobre una “mujer alegre y bonita” (p. 70) cuando Lucha es advertida por una empleada de la municipalidad para que no se junte con la chica de la yogurtería. El mayor de policía le aconseja lo mismo y le reitera que “no es buena compañía” (p. 76).

          Charito, la chica de la yogurtería, atendía detrás del mostrador, tenía el pelo rubio, largo y ondulado y de ojos delineados y llamativos. Parecía saber todo sobre hierbas naturales y secretos para las dolencias, y es por eso que entabla amistad con Lucha, pues le ayuda a aliviar sus males estomacales. Sin embargo, este vínculo es mal visto por la gente del pueblo. A pesar de que todos van a la tienda y compran sus productos y conversan con ella, le tienen varios reparos disimulados. Habría que preguntarse entonces por qué una mujer “alegre y bonita” sería motivo de habladurías. La respuesta, a mi parecer, se halla en la dicotomía de lo público y lo privado que ha articulado el sistema de género en el que las mujeres se encuentran.

          La división entre lo público y lo privado no es una causa natural, sino un proceso relacionado a la distribución del poder, que le otorga sentido a la diferencia sexual. La consecuencia inmediata de estas dinámicas arbitrarias es la asunción de sentidos comunes que se establecen como verdades irrefutables; por ejemplo, lo público se asocia al lugar de la razón, y lo privado al de los sentimientos. En aras de esa estructura, los capitales masculinos y femeninos del género han tomado diferentes posiciones que se han asentado en la sociedad. En primer lugar, —y en un nivel muy básico— los hombres están destinados al espacio de lo público, ligados a la fuerza del trabajo y la toma de decisiones; las mujeres, en cambio, están confinadas a desenvolverse en el ámbito de lo doméstico, las labores del hogar, la maternidad y la crianza y, además, a la subordinación del orden patriarcal. Al respecto, Amaia Pérez (2014) argumenta que son esos los lugares en los que se sostiene el estado de bienestar, siempre en función de los sistemas económicos en los que cada sociedad está inserta.  Usualmente, la instancia que perpetúa esta división es la unión conyugal, pues conmina a hombres y mujeres a asumir posiciones específicas de acuerdo con el capital establecido para su género. En otras palabras: el matrimonio en el ámbito privado establece el lugar de cada quién y eso, sorpresivamente, es una reproducción del ámbito público. Así lo entiende Pérez cuando sostiene que instituciones como el matrimonio “[…] atan a las mujeres a los hogares e impide que puedan insertarse en las mismas condiciones que los hombres en el mercado laboral” (p. 130). En “Las chicas de la yogurtería”, Lucha ha salido del hogar y pugna por un rol propio dentro del espacio público.

          Asimismo, el sexo, dentro del sistema de género, logra constituirse como un dispositivo que construye límites al cuerpo. Primero, en la división sexual del trabajo, y luego en el contrato sexual. Carole Pateman señala que “el contrato social presupone el contrato sexual, y […] la libertad civil presume el derecho patriarcal” (1995, p. 6). Precisamente por eso es que las normas implícitas en los sistemas son interiorizadas a través de las relaciones sociales. Esta interiorización deviene en un proceso de significación del sujeto en relación con el orden imperante. Pateman indaga en la noción tradicional de contrato social a fin de analizar qué tan imbricado se encuentra con respecto a los géneros, y lo que descubre es que las posiciones de hombres y mujeres en la sociedad dependen de estructuras que se basan en el sexo. En esas condiciones, la conclusión más evidente a la que se arriba es que las mujeres son introducidas de manera violenta al ámbito de lo doméstico. En la actualidad, aunque el discurso tiende a ser aparentemente más liberador, los espacios destinados a ellas en el ámbito público siguen siendo, en su mayoría, espacios de cuidado (enfermeras, maestras, etc.) o de consumo masculino (modelos, actrices, etc.).

          En esa línea de reflexión, podemos entender cómo es que Lucha y Charito, solteras, atractivas e independientes, que no encajan en las condiciones asignadas al espacio tradicional de lo femenino, son observadas y juzgadas moralmente. De un lado, como se indicó líneas arriba, están las constantes advertencias a Lucha de no relacionarse con Charito; por otro, esa libertad que ambas poseen se ve socavada por la mirada masculina. En el siguiente pasaje, Lucha sale a pasear en bicicleta y se encuentra con la mirada acosadora de su vecino:

A veces se aburría, así que adquirió una bicicleta y por las tardes se dedicó a pasear a lo largo de la calle. Se ponía unas mallas de gimnasia y hacía invariablemente el mismo recorrido. Bajaba por la avenida hasta el río y volvía remontando la pendiente. Notó que al atardecer un grupo de vecinos solía sentarse en la vereda y conversar hasta caer la noche. Bebían cerveza y la miraban pasar. Uno de ellos, de unos cincuenta años, con nariz prominente y piel enrojecida, la contemplaba fijamente cada vez que ella regresaba exhausta de su recorrido.
—Qué rica hembrita, mueve tu culito —le decía cuando pasaba.
Lucha le devolvía una mirada furiosa.
—Muévete, muévete —le contestaba el tipo.
Los otros tipos se reían y Lucha trataba de evitarlos, pero se sentaban muy cerca de su portón y era imposible.
—¿No quieres chupármela? —le dijo un día el tipo.
Lucha se le acercó.
—¡Huevón! ¡Cállate! —le contestó.
El hombre se puso rígido.
—¡Déjala! ¡Déjala! —le gritaron los otros. Uno le cogió el brazo y lo jaló hacia ellos.
—Puta de mierda —masculló el hombre (Dughi, 1996, p. 73).

Como puede notarse, el comportamiento de Lucha es un motivo perfecto para el vecino que pretende instigarla. En la lógica patriarcal de ese personaje liberado por el alcohol, andar en bicicleta y con esa ropa no es el lugar de Lucha —su lugar es la casa— y, por ello, se siente con derecho de agredirla. Lucha no es un sujeto pasivo y se atreve a contestarle de la misma manera, lo cual enardece al hombre que tiene que ser contenido por sus amigos, pues ante la demanda de igualdad reacciona con violencia. No tolera, dentro del esquema machista, que una mujer le responda: para él una mujer debe de ser sumisa frente a los insultos. Cabe indicar que este es el reflejo de una forma de pensar que se extendió entre las sociedades latinoamericanas hacia la década de los años sesenta y que surgió como complemento del discurso machista: el marianismo. De acuerdo con Barrig (2017), este modelo liberó sexualmente a los hombres y recluyó a las mujeres dentro de sus hogares bajo la figuración casta de la Virgen María.

          En otra esfera social, esta misma visión es compartida por un profesor universitario que Lucha conoce: “Para entretenerse, acudía a la biblioteca de la universidad. Ahí se encontró con un profesor que era bastante gentil y tenía cierta autoridad fundada en sus largos años de docencia. Intercambiaron libros y luego se encontraron en algunas reuniones […]” (Dughi, 1996, pp. 73-74). Lucha es retratada como una mujer intelectual que obtiene placer leyendo y discutiendo sus ideas, muy al margen de su labor profesional. Sin embargo, la universidad, y en general el campo del conocimiento, ha sido también un espacio atribuido a los hombres. El profesor lee en la aproximación de Lucha no un interés académico, sino una invitación sexual o, en todo caso, interpreta sus atenciones como una estrategia para manifestar una disponibilidad sexual. Es por ello que, con la excusa de llevarle un libro a su casa, intenta propasarse con ella.  El caso del vecino, al ser un hombre violento y dedicado al alcohol, quizá funciona de manera muy estereotípica; no obstante, la situación del profesor agrava el panorama en tanto que demuestra que el comportamiento de Lucha no es, para él, sino un pretexto para el sexo libre. Esta situación es también una consecuencia de la práctica marianista que hace que los hombres encasillen a las mujeres en dos grupos muy polarizados: “las señoras de la casa” o “las putas”. Desde luego, así se limitan drásticamente las posibilidades de interacción entre ambos sexos.

            El personaje de Lucha y sus intereses dan pie a discutir sobre la educación femenina en el Perú, la cual ha sido un proceso lleno de dificultades, ya que fue percibida en la sociedad de maneras no siempre ideales. Como afirma Barrig (2017), a mediados de la década de los años cincuenta, surgió un entusiasmo en los partidos políticos de impulsar la educación y extenderla hacia las mujeres. Esta estrategia fue vista por los sectores medios como plataformas de mejora social. Incluso, la tasa de mujeres que iba a la escuela era mucho mayor que la de los hombres:

Es posible que la educación de la mujer comenzara a vislumbrarse como una garantía para un incierto futuro: si no se casaba, valerse por sí misma en términos económicos la libraría de terminar en un asilo para ancianas desamparadas; si se casaba y el marido ‘le salía malo’, sería menor el riesgo de quedar en el desamparo si el esposo abandonaba la casa alguna vez (2017, pp. 66-67).

Aunque esta situación logró la inserción de las mujeres en el mercado laboral y contribuyó a su autonomía mediante el salario[7], en los espacios en los que se desarrolla profesionalmente aún es tangible la violencia contra dicha libertad, como es el caso de Lucha. En ese sentido, ser educada e independiente no es garantía de nada si espacios como la libertad son vetados en la realidad cotidiana.

          Las consecuencias de ambos incidentes llevan a que el vecino la señale de “loca” (por haberle contestado rabiosamente) y, entre su círculo más cercano, que sea percibida como “la amiga de todos” (seguramente por el episodio del profesor). Estos eventos desafortunados hacen que Lucha cuestione su lugar en Ayacucho: “Por primera vez desde su llegada a la ciudad sintió que era una foránea” (Dughi, 1996, p. 79). La situación la lleva a notar que cierta agresividad de parte del pueblo: roban su casa, los vecinos dejan de saludarla, etc. Por ello, decide aumentar las precauciones de seguridad: compra candados, coloca trancas y permanece muy alerta por las noches. Y aquella casa en donde se había instalado, que en un inicio parecía un paraíso propio[8], se convierte en una prisión. Paradójicamente, es la cultura la que la devuelve al espacio tradicionalmente establecido para las mujeres: la casa.

          Hacia el final del cuento, una crisis azota al pueblo: la muerte del primer contagiado de sida ha alertado a toda la comunidad y se toman medidas urgentes para contrarrestar el virus. Lucha se entera del suceso por boca de la misma mujer chismosa que le advierte de las chicas de la yogurtería. Evidentemente —le cuenta— es necesario realizar un despistaje a todos “los sospechosos”, lo cual es muy difícil de determinar, y hacerlo sería invasivo. Esto no es problema para las autoridades de Ayacucho, quienes, fieles a sus conjeturas, deciden llevarse a las chicas de la yogurtería al hospital. En ese momento, y considerando todo lo que le ha pasado ya, Lucha se encuentra frente a una disyuntiva: abogar por la injusticia contra las chicas o sumarse al pliego de chismes y reclamos de la ciudad.

           Antes de recaer en la actitud de Lucha, es preciso reflexionar qué implica el modelo que representan las chicas de la yogurtería. A ojos del pueblo, son mujeres con las que uno no ha de fiarse. Alegres, entretenidas en la conversación y de atractivo parecer son vistas como “peligrosas” pero nadie sabe (o quiere) explicar exactamente por qué: “Yo sé lo que te digo, Luchita —insistió el mayor” (p. 76). Esta elipsis que presenta el relato en torno a las chicas bordea el tabú del sexo libre. En una ciudad conservadora, dicho comportamiento es mal visto y se traduce en la especulación disimulada, pero por pudor nunca se habla de eso explícitamente. La aparición del sida en la ciudad —situación que Lucha admite que ocurre en todo el país—es el pretexto perfecto para señalarlas y llevarlas a la prueba de despistaje, como quien lleva a las brujas a la hoguera (recordemos además que Charito trabaja con hierbas medicinales). Esta es una manera cultural, también, de afirmar que el prototipo de mujer que encarnan no es aprobado por la sociedad. Un abogado, amigo de Lucha, asevera: “Es una llamada de atención para los muchachos, para la gente de vida ligera, digan lo que digan, es como para enfrentar el abandono de las buenas costumbres […]” (p. 81).

          Finalmente, Lucha es sometida por el imperativo cultural de las buenas costumbres:

[…] vio que Charito estaba parada en la puerta de la tienda, como siempre. Cruzó la vereda, pero no pudo evitar que sus ojos se encontraran con los de ella. Volvió entonces la cara sin saludarla y desapareció presurosa por otra calle (p. 82).

El gesto de desviar la mirada implica que acepta el orden del cual renegó en un principio, pues no puede lidiar con la marginación que establece el pueblo a “las mujeres alegres y bonitas”, criticadas por su “comportamiento licencioso”. Lucha se aparta de ese grupo que consideraba sus amigas y continúa su vida solitariamente en Ayacucho.

3. La soledad de las aventuras

Los relatos analizados dan cuenta de las aspiraciones de dos mujeres que finalmente son censuradas por la cultura en la que están inscritas. Las protagonistas de “Dime sí” y “Las chicas de la yogurtería” tratan de mantener, con alegría, una esperanza respecto a sus anhelos de vida: encontrar el amor o ser independiente. Sin embargo, aunque sus proyectos son auténticos, terminan siendo víctimas de las normativas sociales que en un inicio creían enfrentar. Los cuentos, entonces, abren un espacio de discusión importante sobre el lugar de las mujeres y las dificultades que encuentran para desarrollarse como sujetos, incluso en lo más íntimo de sus experiencias. Los espacios de realización de las mujeres cambian a pasos agigantados hoy en día y son muchas las conquistas en la esfera social, pero aun así el statu quo se impone sutilmente. Por ello, aunque los personajes femeninos de estos cuentos en algún momento construyen la fantasía de su libertad, se ven obligados a regresar al orden, pues no conciben otra forma de sostenerse fuera de los pilares de la cultura, y, aunque este retorno implica sumarse a la colectividad, recalan paradójicamente en el aislamiento definitivo. No existen, en la narrativa de Pilar Dughi, grandes cambios en la vida de estas mujeres, solo aventuras solitarias. En ese sentido, pensar en las imposiciones del mundo actual resulta urgente y necesario.

Bibliografía

Barrig, Maruja (2017). Cinturón de castidad: la mujer de clase media en el Perú. Lima: IEP.

Butler, Judith (2009). Dar cuenta de sí mismo: violencia ética y responsabilidad. Buenos Aires: Amorrortu.

Dughi, Pilar (1996). Ave de la noche. Lima: Peisa.

Dughi, Pilar (1998). La creación literaria y las leyes contemporáneas del mercado. En Marcela Robles (ed.), A imagen y semejanza: reflexiones de escritoras peruanas contemporáneas. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.

Dughi, Pilar (2008). La horda primitiva. Lima: Peisa.

Gutiérrez, Miguel (2014). La horda primitiva de Pilar Dughi. En Narrativa peruana del siglo XXI: hacia una narrativa sin fronteras y otros textos. Lima: Universidad Ricardo Palma.

Irigaray, Luce (1992). Yo, tú, nosotras. Madrid: Cátedra.

Pateman, Carole (1995). El contrato sexual. Barcelona: Anthropos.

Pérez, Amaia (2014). Subversión feminista de la economía: aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida. Madrid: Traficantes de Sueños.

Rojas-Trempe, Lady (1999). Pilar Dughi. Alumbramiento verbal en los 90. Escritoras peruanas: signos y pláticas. Lima: Arteidea.

Sala, Mariella (2016). Pilar Dughi tocó de manera profunda y sutil el tema de la guerra interna. [Entrevista con Rosana Lopez Cubas]. Recuperado de <http://limaenescena.blogspot.pe/2016/08/mariella-sala-pilar-dughi-toco-de.html?fbclid=IwAR0RVQ0bXhb_vNqSJKxz6qdcdXl7QbbJjIpppY4FLPoQHztsu2bEwne8KWQ>

Žižek, Slavoj (2012). El sublime objeto de la ideología. Buenos Aires: Siglo XXI.

Notas:

[1] La primera parte de este texto se presentó en el Congreso de Género en Homenaje a Pilar Dughi, realizado en el año 2014 en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. El texto presentado a continuación es una versión preliminar de un libro sobre la narrativa de Pilar Dughi que preparo junto con Giovanna Pollarolo.

[2] Debe remarcarse la trascendencia de ese libro, pues instaura una voz poética que utiliza como medio de expresión el cuerpo femenino trastocado por el paso del tiempo y las consecuencias que ello trae consigo: el desgaste del embarazo, la enfermedad, el envejecimiento, etc.

[3] Es curioso que mientras que a las poetas se les condena por el tono confesional que expresaban sus letras, a narradoras como Dughi se les reclama la falta de intimidad. En sus cuentos, la crítica ha notado que los personajes femeninos suelen estar caracterizados por un hermetismo y frialdad, lo cual asociado a su figura de autora implicaba que no dejaba traslucir nada de su propia vida, como era usual notar en las poetas de la época. Véase Gutiérrez (2014).

[4] Con ello no afirmo que los cuentos en que aparecen personajes masculinos sean de menor envergadura, pero sí es importante mencionar el proyecto de la autora de inscribir personajes femeninos en su literatura.

[5] En general, en Ave de la noche, los personajes están caracterizados por el hastío de la rutina y el aislamiento a que esta los conmina. La atmósfera que los contiene se vuelve opresiva cuando salen a relucir los valores que sustentan el orden social en el que se encuentran.

[6] Publicada en La horda primitiva (2008).

[7] “[L]a esposa de la pequeña burguesía pudo sospechar que ya no tenía forzosamente que estar ligada a un hombre por el hecho de que él la mantuviera” (Barrig, 2017, p. 66).

[8] “[…] Tenía un alto portón de madera, un pequeño jardín sembrado con jacarandás, tunas, girasoles y retamas. A veces llegaban bandadas de palomas que se posaban en los techos vecinos […]” (Dughi, 1996, p. 72).

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