Pese a no referir explícitamente a la subversión de Sendero Luminoso ni a la represión del Estado peruano, “La noche de Walpurgis” establece vínculos tácitos con la violencia política de los años ochenta. En efecto, el ambiente ominoso, las sensaciones de incertidumbre y ambigüedad, y el constante temor al Otro configuran un escenario de tensión social que trae consigo resonancias del horror imperante de esa época. Pero es acaso el tratamiento de los mitos urbanos, como sostiene Carmen Saucedo (2012), el que mejor pone en evidencia esta observación. Como han demostrado algunos estudios sociológicos, durante esos años circularon leyendas populares que produjeron cuadros de psicosis colectiva en muchas partes del Perú. El sacaojos, el pishtaco y otras tantas figuras siniestras revelaron a una sociedad en crisis dominada por la especulación y el miedo. Precisamente, el relato indaga en esos fenómenos a través de las reflexiones de su protagonista, una mujer que intenta dilucidar la propagación de un rumor truculento entre sus amistades. Y, en ese sentido, es interesante la manera en que demuestra su manejo de referencias académicas y se apoya en herramientas teóricas para lograr que sus meditaciones racionalicen el miedo. El final abierto, sin embargo, ofrece una constatación trágica: el saber cede frente a la potencia del mito.
LA NOCHE DE WALPURGIS
Pilar Dughi
La primera vez que escuché la historia fue en la casa de Santa Beatriz por boca de Ernestina Ruiz Perla, hermana de Agustín Beingolea de Huánuco, de quien se decía había poseído la hacienda más grande y rica del departamento; mujer leída, de conversación apasionada y cautivante, amante de los gatos y dueña de un bastón engastado con un pequeño manguito de bronce que estimulaba mi curiosidad en esa tarde infantil cuya fecha ya no recuerdo. Todavía veo el patio de losetas rojas, los pañales colgados del tendero, las mujeres tomando el té y yo ahí, con esa sensación que me estremeciera de pavor y que no podré olvidar, tal vez por mi corta edad y por la naturaleza atroz del suceso que se contaba. Años más tarde, cuando era estudiante universitaria, oí por segunda vez la versión en casa de Laura Kalkstein, con quien me ligaba una particular amistad, sellada por el vínculo tácito y secreto que generó la muerte del hombre al que ambas habíamos amado. Ella acababa de dar a luz y divagaba, con cierto desenfado —propio de aquellos tiempos en que aún creíamos ciegamente que la sabiduría era tributaria del conocimiento y que los horrores podían ser exterminados por las revoluciones— entre las tareas políticas de una militancia exigente y las demandas propias de sus nuevas responsabilidades filiales. No quería dejar a su hijo en manos extrañas. Y no faltaban los antecedentes malévolos y peligrosos que la chismografía limeña refería a empleadas domésticas, quienes en la soledad de una casa eran capaces de las acciones más crueles con los lactantes desvalidos, víctimas del descuido de sus madres.
El hecho en cuestión —en realidad, uno de tantos, quizás sí, el más salvaje— había ocurrido en Lima en 1958. Laura afirmó haber leído la noticia publicada en la revista Caretas, ejemplar que tenía, con toda seguridad, en algún lugar de la casa. Una pareja de jóvenes padres deja a su único hijo, de cuatro meses, en manos de una empleada y salen a un festejo nocturno. La fámula, joven y algo inquieta, tiene satisfactorias recomendaciones proporcionadas por una agencia de empleos. A su regreso, son sorprendidos por el ambiente de la casa: inicialmente lo que les llama la atención es que todas las luces están encendidas. La música los ensordece. La vajilla dispuesta para numerosos comensales. “Pasen, la fiesta empieza”, dice la criada que los espera sonriente. Atónitos e intrigados, ingresan a la estancia. En el centro de la mesa, en medio de una gran fuente rodeada de manzanas, el bebé asado en el horno es el macabro hallazgo. La madre enloquece en el acto. El marido abrumado por la tragedia se arroja sobre el cuello de la infeliz y la estrangula. Que la empleada vestía un uniforme almidonado y lucía una mueca siniestra. Que la desgracia había ocurrido en un edificio de la Av. Brasil —la mayoría de las versiones coincidían en que el hecho había tenido lugar en Magdalena Vieja. Se señalaba también que el niño no habría sido asado, según la explicación que dio la dueña de una peluquería (quien afirmó haber leído el reportaje en el periódico El Comercio), sino ahogado bajo un almohadón porque lloraba desafortunadamente. En otras alusiones que hube de escuchar sucesivamente en años siguientes, supe que el padre mató de un tiro a la muchacha y luego se suicidó de un balazo en la cabeza. Ahora pienso que la historia, indudablemente, no había ocurrido nunca y era solo un motivo de entretenimiento para el ocio enriquecido por la imaginación fantástica y la morbosidad colectiva. Sin embargo, he de reconocer, quizás por esta carga extenuante de rigurosidad científica a la que a veces nos entregamos con fervor en la formación universitaria, que algunos estudiosos del mito cotidiano como Greenson (discípulo australiano de Agnes Heller), autor de una de las reflexiones más completas en antropología comparada de sociedades orientales, prueban que es posible la difusión del mito si este, además de comprometer fibras profundas de la sensibilidad humana, posee las condiciones necesarias para ser realizado; de esta manera justifica su existencia y reproducción. Lo cierto es que algún tiempo después fui sorprendida por una lectura aparecida al azar —aunque ahora sospecho que los azares no existen y que siguen siendo inexorables premeditaciones perversas de las parcas— en un texto de Marie Langer, psicoanalista, que narra la historia acaecida en Buenos Aires en 1949. La pareja de esta versión sale una noche al cine. Al regreso son recibidos por la empleada, quien está vestida con el traje de novia de la señora de la casa. La madre al descubrir al niño asado pierde el habla y nadie le ha oído pronunciar una sola palabra desde entonces. Aquí el padre es militar y por ello tiene un revólver a la mano. Mata a la sirvienta, huye y no se vuelven a tener noticias de él hasta la fecha. La autora señala que otras averiguaciones aportan nuevos elementos: la chica era psicótica y habría escapado poco antes de un manicomio. Se habla también de copas de oporto y botellas de champagne descorchadas. Algunos mencionan dos envases vacíos de un licor selvático, la washa, en un ángulo de la sala. El infortunado padre no sería militar sino médico. Según otros, el niño tendría seis meses. El análisis del episodio atribuye el hecho a la mitología clásica en donde las acciones canibalísticas no son extrañas y se manifiestan en héroes y divinidades. Después encontraremos interpretaciones comunes en cuentos infantiles, ogros y brujas devoradores de niños, cerditos engullidos por lobos y otros sucesos parecidos que cualquier lector recordará sin duda. Finalmente, me dije, la historia no era ni siquiera patrimonio de esta ciudad de Lima, sino también había sido referida en Argentina y con fechas aún más antiguas y anotaciones precisas. Tampoco había mucha disonancia en la multiplicidad de las versiones, todas eran complementarias y entretejían fantasías y temores comunes a diversas poblaciones. Así, el horror inicial que descubriera mi asombro infantil había dado paso a la interpretación apaciguadora. La ignorancia es un desamparo que nos conduce al miedo, me aseguro una vez más intentando convencerme. Me aproximo. Trato de encontrar terca, desesperadamente una razón. No la hallo. Los indicios solo me dan una espantosa respuesta. Todas las luces de la casa están encendidas.
[De Todos los cuentos. Lima: Campo Letrado; pp. 34-37]