Tres poemas de El libro de la nave dorada (1926), de Alcides Spelucín

Alcides Spelucín (1897-1976) fue uno de nuestros poetas a quien la crítica de su tiempo elogió por la calidad de sus versos; sin embargo, la nuestra lo ha hecho caer en un relegamiento absurdo que, injustamente, sintoniza con el olvido. Perteneciente al denominado Grupo Norte ―antes Bohemia trujillana―, compartió canteras con personalidades como César Vallejo, Víctor Raúl Haya de La Torre o Antenor Orrego, quien, además, redacta un prólogo bastante sesudo ―como lo hiciera en su momento con Trilce (1923) ―, donde señala la presencia del mar como el elemento cardinal en la obra de Spelucín.

Su poemario El libro de la nave dorada (1926), publicado tardíamente, se inscribe, por el periodo de aparición, dentro de la eclosión de la vanguardia peruana; pese a ello, los poemas poseen un eco parnasiano y una fuerte impronta modernista que lo alejan de la prédica impulsada por los vanguardistas, motivo por el que su libro pasó desapercibido, salvo excepciones como las páginas dedicadas por Orrego o Mariátegui. En tal sentido, y siguiendo con el impulso de nuestras letras, ponemos a disposición tres poemas que dan muestra de la calidad literaria que Spelucín nos ofrece.

CARBÓN MARINO

A Pedro Valer

¡El barco abandonado parece un alma en pena!

Tiene el negro ungimiento de las hechicerías;

medrosa, de su casco se aleja esa sirena

que tienta de pecado a las marinerías.

 

En las mágicas noches, ―azul y luna llena―

hay a su bordo danzas de fantasmagorías,

al ritmo chirriante de una vieja cadena

que reza un oxidado responso de agonías.

 

Alma de exorcizado, perfil de misa negra,

parece que en las noches, taumaturgo, señala

con el largo trinquete fantasmal que lo integra,

 

La exodación de Lyra, el paso de Saturno,

y el gesto de esos mundos que nos tienden su escala

de anhelos infinitos entre el azul nocturno!

 

 

EL POEMA DE LAS HORAS

 

A Mario Spelucín

La hora increíble

 

 

Raros instrumentos obsequian al viento

notas prohibidas e incomprensibles…

¡Es la medianoche! Dedos invisibles

han lanzado el disco del encantamiento.

 

Su cara de enferma, que el embrujamiento

de la luna ha dado gestos apacibles,

levanta mi ánima!… ¡Y se oyen terribles

aullidos de perros que beben absento!

 

¡Palabras untadas de luz y armonía!…

¡Gritos cabalísticos de honda poesía!…

¡Caballos que piafan al soplo vernal!…

 

¡Estatuas perdidas, jardines lontanos,

y la eucaristía de unas finas manos

sobre la fogata que arde en mi frontal!

 

NO TE LLEVÉIS AL NIÑO…

 

¡No te llevéis al niño! ¡Sus manitas rosadas

te buscan en un tierno balbuceo de rezo!

¡Vuelve la celestía de sus claras miradas!

¡Que sepa mis caricias y comprenda mi beso!

 

Como un Eros heleno él ha sido travieso;

sus cabellos de oro los tejieron la hadas…

¿Cómo es posible entonces que le hayan hecho preso

los tan oscuros lazos de fuerzas ignoradas?

 

¡Anímalo, Dios mío! ¡Que sea el mismo infante

inquieto y pequeñito, cariñoso y amante,

que me ha dado este fuego lacerado de Amor!

 

¡Ahuyenta de su carne ese obscuro desmayo,

y en la rubia mañana de algún jocundo mayo

te llevará sus rosas más fragantes, Señor!

 

Fuente:

Spelucín, Alcides (1986 [1926]). El libro de la nave dorada. Lima: Instituto Nacional de Cultura.

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